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Autoretrato

11 de Septiembre del 2020

        Siempre había querido tener mi propia sesión de fotos. Una como esas que veía en las revistas de moda locales cuando iba a la peluquería con mi papá o mi mamá. Una como esas que ahora veo en la famosísima revista Vogue, tan famosa que ni se puede conseguir en los quioscos de prensa ambateños. De donde vengo, la famosa “tierra de las flores y las frutas”, las sesiones de fotos parecen estar reservadas para quienes necesitan una “foto con fondo blanco, sin lentes ni accesorios y con el cabello recogido” para adjuntarla a su DS-160, o para las futuras reinas de belleza de la ciudad de Ambato, cuyas caras empapelarán la ciudad durante los meses de febrero y marzo. Lejos de donde crecí, parecía haber un espacio reducido en el cual también aparecían hombres frente a ese telón blanco frente al que yo tanto quería posar. De cualquier forma, y como no tenía intenciones de postularme al concurso de belleza, lo más cerca que estuve de mi sesión de fotos fue aquella vez que me saqué cuatro fotos de 5x5 centímetros para solicitar la visa americana. No faltó oportunidad para que quienes no tenían por qué saberlo se enterasen de que yo quería mi sesión de fotos con fondo blanco, y me diesen razones para no hacerlo. Las niñas me dijeron que ninguna revista con mis fotos se vendería “por feo”. Los niños me dijeron que “por marica”, pero también “por feo, porque hasta el marica más grande lograría estar con una mujer. ¿Vos? ¡Loco, vos ni aunque pagues!”. Al principio no les hice caso, hasta que me llegó la pubertad y resultó ser cierto todo lo que decían (lo de marica porque me enamoré de otro, y lo de feo lo corroboraron mis primeros anteojos, piezas dentales y cómo no, el primer brote de acné). Parecía que todos podían ver el futuro menos yo, puesto que todos sabían que tanto lo de marica como lo de feo no serían pasajeros. Es por eso que para mantenerme libre de problemas y para evitar daños costosos tanto a mis padres como al resto del país, opté por evitar que mi reflejo apareciese en espejos, ventanas, charquitos y cualquier superficie en la que mi cara de pre-púbero se viera reflejada. Y así se me hizo costumbre, tanto así que, cuando me compré mi primera cámara de fotos “de verdad” (esas que usan los fotógrafos encargados de los posters de las reinas de belleza) hasta me sentí como un rebelde (al fin y al cabo ¿qué iba a hacer yo con una cámara reservada para reinas de belleza y maricas guapos?). Eso sí, mi cámara me la compré con los ahorros que me dejó una cuenta peculiar: una libretita en la que apuntaba durante años, con fecha y hora, cada vez que mis padres me pedían prestado un dolarito para pagar el taxi, el periódico o el pan del desayuno de los domingos.

Me llevé ese cámara a Nueva York, y me la traje conmigo a Bélgica, junto con la mala costumbre de evitar verme en los espejos, como muchas de las otras malas costumbres que me traje del Ecuador en una maletita etiquetada bajo “equipaje emocional”. Con el tiempo, me fui olvidando del reflejo de no verme en los espejos, y empecé a verme en las vitrinas de las tiendas que visitaba, en los reflejos de las cafeterías por las que pasaba yendo de una clase a otra, o en las ventanas de los trenes yendo o viniendo de mi querida Bruselas. Eso sí, más me vale no verme en los espejos de mi casa, no vaya a ser que me acuerde de lo feo (porque lo de marica ya se ha convertido en parte de mi esencia) y me dé un patatús.  No sé por qué se me vienen estas cosas a la mente después de tantos años. Me imagino que será porque nunca se las he contado a nadie, y porque estando encerrado como lo estamos todos ahora. Me veo en una esquinita de mi pantalla siempre que me uno a una clase virtual, o cuando hablo con mi familia o amigos, ahí estoy, igual de feo que siempre pero más marica nunca. O a lo mejor, se me cruzan estas cosas por la cabeza porque no me queda más que verme al espejo de mi casa, en lugar de en el reflejo de algún local bruselense, en la ventana de un tren, o incluso los charquitos que deja atrás la lluvia en este pequeño país gris en el que me encuentro confinado. Aunque si me dejo de rodeos, la razón por la que hoy escucho más voces del pasado en mi cabeza que otros días es porque me he montado mi propia sesión de fotos. Sí señor, con fondo blanco, en la paradójica comodidad que me ha regalado mi terraza en medio de la incomodidad del confinamiento. Traigo encima unos pantalones negros de pinza, un blazer negro de segunda mano, mis cadenas, dos argollas, mis anteojos, y los pies descalzos. Y estoy a punto de cometer un acto de rebeldía más grande. Porque siendo más marica, pero igual de feo que antes, voy a pararme en frente del telón blanco que compré justo antes del lockdown, y voy a tener la sesión de fotos que siempre quise. ¿Y contra quien me rebelo? Pues contra todas las voces (incluida la mía) que me dijeron que, tanto por lo marica como por lo feo, jamás tendría la oportunidad de tener una sesión de fotos con fondo blanco y traje negro.

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Diego Rodríguez Vallejo

Producto ecuatoriano de exportación nacional. Actualmente curso una maestría en Estudios Culturales. Amante del mar mediterráneo, el café pasado, Bruselas, y las casualidades.

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