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Diccionario para extranjeros

18 de Febrero del 2021

        Hoy, diecisiete de febrero de 2021, me dispongo a escribir un nuevo diccionario de la lengua castellana. Hace cuatro años que no vivo en España. Aquí, en Lovaina, hace frío y el cielo está siempre cubierto de un gris de cemento. Quizás por eso necesito escribirlo, para grabar a fuego y para siempre que, pase lo que pase y sea donde sea que me lleven mis pasos, siempre tendré un hogar, una casa. Una casa que, antes que nada, es una lengua: la lengua española. Que quede claro, no hablo de la academia. De hecho, ni siquiera hablo de la lengua española. Hablo de todo lo que la rodea, desde El Quijote hasta Estopa, hasta “cerrajero”, hasta decir “Jaimito” sin tener que explicar nada, hasta decir “te quiero” sin tartamudear.

Després escriuré un diccionari en valencià i em sorprendré de no haver-ho fet abans. Dos llengües són dos pàtries, i no s’han de fer comparacions. Però la valenciana és tan propera... Per això em sorprendré de no haver-ho fet abans, perquè en el fons soc fill de València. Mare només es té una. No vull un diccionari per a ella. No vull una taxonomia de les seues formes. La vull lliure dins meu. Vull viure-la, com sempre ho he fet, a la meua manera, imperfecta, amb les meues paraules mal dites, mal pronunciades, segons diuen, però que tant em fan sentir, com les nits de platja d’estiu asseguts a la sorra de la Malvarrosa en què lamentàvem futurs impossibles.  

Pienso en mis idiomas, en mis patrias. Pienso en mí, porque somos palabras, y en todo lo que no soy cuando hablo las lenguas ajenas del país que hoy me acoge. Pienso en todo lo que comienzo a ser cuando dejo mis patrias y todo lo que no puedo ser cuando vuelvo a ellas. Con las idas y vueltas, uno se da cuenta de que cuatro años pueden ser cuatro días, de que la tormenta europea no afecta al sol del Mediterráneo, de que todo sigue su curso, de que varios ritmos son posibles al mismo tiempo y de que la vida corre a veces, otras va despacio, otras muta y otras no. Por eso escribo un diccionario. Porque todavía no voy a volver y porque tengo miedo de ser, llegado el día, extranjero aquí y extranjero allí.

Fuera hace frío. Miro por la ventana y pienso en lo bien que estaría con sol en Valencia. Esto es Europa. La vieja y misteriosa Europa que abre caminos imprevistos. Hoy es diecisiete de febrero del 2021. Me acerco a la mesa, enciendo el ordenador y miro hipnotizado, todavía con sueño, el fondo de pantalla. Un clic, dos. Veo esta imagen:

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Por orden, miro: paso de camiones (¿una mala experiencia?), no aparcar, se alquila, cerrado. Miro la prohibición de la línea amarilla. Veo la compañía de alarmas dentro de la caseta, a la derecha. Veo las mesas bocabajo, el triste cableado eléctrico. La imagen me encierra.

 

Capturo el momento y veo esto:

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Una espiral barata de realidad y ficción. El ojo avispado ha visto la mentira. El ojo orgulloso busca el error y lo encuentra. ¿Qué más encierra esto? Un joven de veintiséis años escribe en su casa un texto bajo el cielo gris de Lovaina. Enciende el ordenador para trabajar, pero no quiere trabajar. Quiere escribir, porque la noche ha estado repleta de sueños y en uno de sus sueños ha aparecido ella, València, en la Malvarrosa, recordando futuros imposibles. Por eso decide no trabajar, porque en este preciso momento hay cosas más importantes, porque hay que vivir y recordar y sentir. Entonces mira una fotografía y recuerda la prohibición de las cosas mundanas: una línea amarilla, un cartel que dice “cerrado”, una mesa puesta bocabajo. Entonces el joven toma una fotografía de la fotografía y la une al texto porque le parece novedoso y, luego, rizando el rizo, toma una fotografía más y considera que la espiral ya habla por sí sola.

Entonces se pregunta: ¿quién leerá estas líneas? ¿Quién entenderá qué y qué quiere que se entienda? El cuento de la lechera se repite. Ojalá lo lea València entera, piensa. Y aclara: a cada cual con lo suyo. Léete a ti, que yo no existo.

Me doy cuenta de que la espiral es eminentemente digital, aunque remita a realidades concretas. ¿Entonces es o no es? ¿Entonces soy la foto de perfil de cada una de mis redes sociales? ¿Entonces soy este texto? ¿O este texto es libre? Me doy cuenta también de que rizar el rizo puede abrir puertas. Por ejemplo: trataré de describir el gris del cielo de Lovaina.

- En negativo: no eres en absoluto un gris de tormenta. No anuncias lluvia, porque nunca llueven tus nubes, porque eso que hacen no es llover; es otra cosa. En tu cielo no hay grises de alquitrán. No hay grises que fuercen la imaginación a retorcerse con torsiones imposibles, ni relámpagos que saquen a la luz los monstruos de las cavernas de infancia, ni contrastes de sol y sombra en espacio corto de tiempo que sacudan con vigor el espíritu. Tu gris no es un gris de cambio, no es un gris de amenaza, no es un gris de inminencia, no es un gris de nada. Tu gris ni siquiera es gris. Es otra cosa.

- En positivo: la primera palabra que me viene a la cabeza cuando pienso en tu gris, Lovaina, es claro. Tu cielo es gris claro. Es suave, discreto, un gris que ni apunta ni señala. Ahí radica su ferocidad: ejerce su poder sin mostrarlo. Un gris que no es dramático y que, precisamente por eso, es destructor. Como la línea amarilla de la fotografía, que prohíbe sin gritos. Como la cámara de vigilancia, siempre despierta, discreta en las esquinas, en las alturas. Como una línea blanca pintada sobre el asfalto de la carretera: por aquí puedes ir, por aquí no. Como un parque cerrado de noche. Como un contrato de cuatro años que marca para siempre tu ruta, contra tu voluntad o con ella. Tu cielo forma parte de ese encadenado invisible que me convierte en oveja de rebaño. Tu gris es un gris de encierro no percibido. ¿Sabes qué, Lovaina? Escribo en mi casa y no en el parque por tu gris. Pienso en València y en los futuros imposibles de la Malvarrosa por tu gris. Tu gris es constante melancolía en dosis suaves. El cielo está bajo, es una habitación de techo caído.

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Este es el cielo gris de Lovaina. Esta es la ventana desde la que miraré esta noche, desde la que veré esa misma iglesia acurrucada bajo el cielo gris que se habrá vuelto negro y naranja y que me mirará como diciendo: ¿qué estás haciendo? Yo miraré la iglesia y miraré hacia el cielo y diré con una sonrisa:

- Voy perdiéndome. Salto de laberinto en laberinto. Es eso lo que hago ahora, lo que siento que me llama. Hay tiempo para todo. Hay tiempo para esperar, el que haga falta. Y hay tiempo para los cambios. Y todo está bien cuando se acepta.

 

Eso es una taza. Eso es un libro que todavía no he empezado a leer. Detrás hay un árbol deshojado que en unos meses será un árbol con hojas, porque la primavera siempre llega, porque cuatro años no son nada, porque… El gris del cielo, y esto es una certeza a la vez que es una plegaria, volverá a ser azul en unas semanas. Será azul y yo no lo escribiré, porque el azul me sacará de casa y me lanzará a la calle y, más allá, a las planicies verdes de la Europa continental. Pero eso ahora es un cuento. Hoy el gris me mira y me interroga ¿Un día lo echaré de menos? Quién sabe. Hoy no. Hoy lo miro y recuerdo que me he levantado con la intención de escribir un diccionario.

Abro un documento en blanco y escribo el título: Diccionario para extranjeros. ¿Por dónde se empieza un diccionario? Por la primera palabra:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Raül Nuevo Gascó

Vaig nàixer i crèixer a Montcada, València. En 2017 vaig vindre a Bèlgica per a estudiar relacions internacionals i ací continue per motius laborals. M’agrada llegir prosa, des de les novel·les franceses i russes dels segles XVIII-XIX i la literatura del Segle d’Or espanyol fins al realisme llatinoamericà i les avantguardes. Sempre que puc, tracte de llegir Stefan Zweig i Vicent Andrés Estellés.

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