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Domar a la Bestia: reportero Miguel Gil

08 de febrero del 2022

“Creo que Gil murió víctima de la Bestia, esa figura imaginaria con la que bromeaba a menudo y que todos llevamos de una manera u otra en la cabeza”. 

 

Eduard Sanjuán, Detrás de la cámara – crónicas personales en tiempos de guerra (2002).

     Miguel Gil, nacido en 1967, fue un reportero de guerra catalán. Estudió derecho en Barcelona y comenzó a trabajar de abogado a temprana edad en el bufete Villarrubias. A principios de los 90, sin ninguna experiencia periodística previa, se subió en su moto y fue directo a los Balcanes, al corazón de una Yugoslavia que se desangraba por culpa de la nefasta gestión de su clase política. En el documental Miguel në terren, al preguntarle por qué decidió ir allí, Miguel dijo:

Tenía 25 años y sabía cómo sería mi vida hasta mi muerte si seguía haciendo lo que estaba haciendo, porque tenía un buen trabajo y las cosas iban bien. No sé por qué cambié. Sé que quería ir a Bosnia. Vi aquellas imágenes [de los bombardeos sobre la población civil] y pensé: quiero ir allí y ver eso. 

Entró en Bosnia en su moto de cross azul de 600cc, con un fardo, una máquina de escribir Hispano Olivetti, un casco y una camiseta corta blanca con las mangas rojas. “Apareció por allí un personaje…”, dijo el periodista José Luís Márquez, que estaba cubriendo el conflicto desde Bosnia, “…porque se le puede llamar así, personaje. En una moto, que venía desde Barcelona”. 

El resto de periodistas españoles allí presentes –entre ellos Ramón Lobo, Javier Espinosa, Arturo Pérez Reverte y Gervasio Sánchez– tampoco podían creer lo que veían, sobre todo porque Miguel había llegado a Sarajevo desde Split, en Croacia, atravesando las trincheras serbias en el monte Igman, una ruta que todos trataban de esquivar. Y también porque, para que le permitieran cubrir el conflicto, blandía un fax que le había enviado la revista Solo Moto con el que pretendía que le acreditaran como periodista.

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Foto: Documental Morir para contar (2017)

Un mes después, Miguel regresó a Barcelona, pero ya con la idea de volver a Bosnia y quedarse. 

La primera vez, fue allí siguiendo una intuición: necesitaba ver qué estaba ocurriendo. La segunda lo movió un ideal sólido: el de mostrar al mundo una realidad que era injusta. Porque él había entendido con claridad meridiana que algo no estaba bien ahí y que no actuar no era una opción. Por eso se le respetó tanto en su profesión y fuera de ella: no tanto por su valentía o generosidad –que también–, sino por su integridad, por alinear su vida con lo que él entendió que era su deber. 

 

En 1999, el régimen de Milosevic se desmoronaba. La idea de la Gran Serbia había quedado enterrada, pero desde el alto mando todavía pensaban que Kosovo, entidad que reclamaba su independencia del territorio yugoslavo, se podía mantener. Por eso, en aras de mantener la supremacía étnica en Kosovo, los líderes serbios decidieron expulsar a los kosovares de origen albanés de la región a través de la frontera hacia Macedonia. 

En una estación de Pristina, miles de personas hacinadas esperaban a los trenes que las habían de deportar. En aquel momento, Miguel Gil era el único cámara occidental presente. Estaba sentado en el andén de la estación observando cómo más de cinco mil personas eran obligadas por los policías serbios a subir como animales en trenes con dirección a Blace, en Macedonia. Aquello era una deportación masiva, una limpieza étnica en Europa a las puertas del siglo XXI desde la que era fácil trazar oscuros paralelismos con los peores capítulos de la historia europea. 

Pasé una hora y media en la estación –dijo Gil– y filmé 4 minutos de vídeo, siendo plenamente consciente de que eran las imágenes de mi vida. En aquella estación había muchos amigos míos con sus familias. Me hizo filmar un fotógrafo serbio que se había quedado también, que me vio sentado –yo no estaba filmando, llevábamos ya tres cuartos de hora y yo estaba sentado sin filmar– y me viene y me dice: “Miguel, esto lo tienes que filmar, esto es historia”.

Los pocos planos que Gil grabó dieron la vuelta al mundo. No solo aparecieron en televisiones de cientos de países –distribuía a más de 400 televisiones a nivel mundial–, sino que fueron de vital importancia para que la comunidad internacional ejerciera presión sobre Milosevic y para desmentir la versión oficial, según la cual aquellos albanokosovares estaban huyendo voluntariamente del país por culpa de los bombardeos de la OTAN. Si Miguel Gil no hubiera filmado aquellos cuatro minutos de vídeo, quizás nadie hubiera sabido de aquella deportación hasta mucho tiempo después. Desde luego, muchísima gente menos lo habría creído, y la repercusión internacional habría sido escasa e ineficaz. De ahí la importancia de mostrar la guerra, la miseria y el hambre, pero al mismo tiempo de apuntar directamente hacia sus causantes, a menudo un puñado de hombres cuya codicia e irresponsabilidad superlativas termina siempre pagando la población civil.

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Foto: documental Miguel në terren (2003)

En el año 2000, Miguel Gil murió en Sierra Leona por culpa de la Bestia. Un grupo de cascos azules de la ONU había sido emboscado cerca de una carretera, en la selva, y se les daba por desaparecidos. Al poco tiempo, unos reporteros de la agencia Reuters encontraron a aquellos soldados muertos y lo filmaron. Se dijo que los había matado una turba de niños borrachos, drogados y armados al servicio de algún señor de la guerra local. 

Para Associated Press –la agencia para la que trabajaba Miguel Gil– la primicia obtenida por su rival Reuters constituyó una derrota inaceptable, así que enviaron a su reportero a aquel lugar extremadamente peligroso para que profundizara en lo ocurrido. Arturo Pérez Reverte, que conoció a Miguel en Bosnia y que le dedicó unas líneas en 2001, dejó entender que Miguel había ido allí presionado por sus jefes, quienes a su vez “eran presionados por parásitos que nunca se la juegan y cobran sueldos millonarios”. El final de la historia es conocido: Miguel fue a buscar información e imágenes sobre aquellos cascos azules y allí lo mataron junto al estadounidense Kurt Shrock –de Reuters– y al pequeño contendiente de soldados que debía protegerles. 

 

Eduard Sanjuán, reportero de TV3, dijo que a Miguel Gil lo mató la Bestia, en mayúsculas. Para Sanjuán, la Bestia era el monstruo deformado en el que se estaba convirtiendo la industria de la comunicación, ese “sistema implacable, triturador, que exige sin cesar cada vez más carnaza sobre el horror, sobre la guerra, para que nuestra civilización, el balneario occidental, se sienta un poco más seguro en un mundo cada vez más indomable”. Atónito, veía cómo su trabajo quedaba reducido a una carrera por la información en la que el potencial de venta de una secuencia importaba más que la historia de la gente que aparecía en la cinta. Miguel Gil y Eduard Sanjuán presenciaron horrorizados cómo esa Bestia, al igual que el monstruo negro de El viaje de Chihiro, lo engullía todo, cómo la mercantilización de la información transformaba su oficio y lo deformaba hasta convertirlos a ellos en meras marionetas de un sistema de producción cuyo objetivo ya no era mostrar injusticias, sino crear emociones –más y más fuertes– en la audiencia para conseguir más audiencia todavía, más dinero. 

A menudo me siento como un paparazzi –dijo Gil en una entrevista–. Siento que estoy satisfaciendo una necesidad que tiene el mundo occidental. Necesitan una Lady Di dos o tres veces por semana y unos cuantos disparos cada quince días. Necesitan unos cuantos niños muertos de hambre en África. Por algún motivo, necesitan dolor. Yo no soy psiquiatra, no sé por qué ocurre eso. Pero sé que nosotros desempeñamos un papel en este negocio y que, en el fondo, estamos ofreciendo un producto. 

Miguel Gil, Eduard Sanjuán y otros tantos intuyeron –y el tiempo les está dando la razón– que, en su profesión, quisieran ellos o no, el avance de la Bestia era imparable. Pero aun así resistieron a ella. O, mejor dicho, decidieron resistir. Decidieron oponer resistencia a la Bestia para no ser engullidos por aquel remolino descontrolado que convertía la desgracia ajena en entretenimiento para los hogares de occidente. Y resistieron contando historias, poniendo a las víctimas en primer plano y dando sentido al sufrimiento que presenciaban con la esperanza, como subrayaba Mónica García Prieto en el documental Morir para contar, de que el mundo reaccionara y parara todo ese sinsentido. Por eso Gil no contaba únicamente que la gente moría, sino también por qué moría esa gente.

 

Eduard Sanjuán y Miguel Gil asociaban a la Bestia con la comunicación del espectáculo, con la carrera por la información, con la degradación del contenido de las historias en beneficio del impacto que generaban... Pero quizás la Bestia fuera algo más que eso. Quizás el espectáculo del mundo informativo solo fuera una de sus mil facetas. Puede que haya otras muchas Bestias posibles, otras tantas manchas de aceite que se expanden en silencio, una en cada oficio, en cada manera de ver la realidad y de relacionarse con ella.

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Foto: Fundación Miguel Gil

En último término, la Bestia es la inercia que adormece al individuo y que nos hace vivir al margen de nuestra propia vida y de la de los demás, como si el mundo y la historia no fueran con nosotros, como si nuestras acciones no influyeran más que en nuestro propio destino. La Bestia se asemeja a lo que propuso Hannah Arendt al hablar de la banalidad del mal en su libro Eichmann en Jerusalén. Arendt se preguntó si Adolf Eichmann, oficial alemán y máximo responsable del transporte de judíos a los campos de exterminio, era la representación absoluta del mal o si, en cambio, no era más que un hombre cualquiera queriendo hacer bien su trabajo, caer bien a sus jefes y ser un ciudadano correcto. 

Y su conclusión, tras presenciar el juicio del Estado de Israel contra Eichmann en 1961, fue devastadora: lo segundo. Eichmann era una persona normal que cumplía con lo se esperaba de él. Esa era la banalidad del mal: que Eichmann no era un monstruo y que casi cualquier persona en su situación hubiera hecho lo mismo. Algo parecido dijo Miguel Gil cuando lo entrevistaron en la cadena SER en el año 2000. “¿Cuál es la sorpresa más grande que te has dado?”, le preguntaron. A lo que Gil respondió: “Darme cuenta de que yo podía ser el serbio matando viejos y violando niñas”. 

Para Gil, igual que para Arendt, no había un doctor Frankenstein a quien culpar de todos los males del mundo. El mal no era algo externo a nosotros, sino que lo llevábamos dentro, y no se manifestaba bajo la figura del demonio, ni aparecía en un arrebato de locura incontrolable. El mal radicaba en lo banal, en lo simple, en lo cotidiano. El mal podía revelar su esencia en un par de ojos cerrados. Eso mismo sugería Zygmunt Bauman en su ensayo Ceguera Moral cuando decía que “el mal no se limita a la guerra o a las circunstancias en las que las personas actúan bajo una presión extrema”, sino que “se revela con más frecuencia en la cotidiana insensibilidad al sufrimiento de los demás, en la incapacidad o el rechazo a comprenderlos.” 

No se trata, por lo tanto, de enorgullecernos por no estar colaborando con genocidios en nuestra tierra, sino de rascar donde no pica y preguntarnos: ¿qué situaciones estamos asumiendo como normales cuando en el fondo sabemos que no lo son? Porque eso es lo que realmente recriminó Hannah Arendt a Eichmann y a la sociedad alemana de aquel entonces: que decidieran no pensar, que apartaran la mirada y se dejaran llevar por el pensamiento imperante de la época en que vivían. 

 

No es necesario ir a una guerra para encontrar injusticias, ni arriesgar la vida cada segundo para ser íntegro con uno mismo. No hay un “hay que”. Nuestra vida no es cine de acción. En nuestra vida no hay balas y no queremos que las haya. Pero sí que hay Bestias, y está en nuestras manos domarlas, cada cual a la suya. A veces, basta con parar un segundo, respirar, mirar alrededor y preguntarse: ¿qué estoy haciendo? 

 

Noam Chomsky, en su célebre obra La responsabilidad de los intelectuales dijo que aquellos que tienen tiempo y libertad para pensar y actuar tienen también una responsabilidad mayor para no tolerar las injusticias. Quizás sea cierto que estas personas tienen una responsabilidad añadida. Pero esto no significa que el resto tengamos carta blanca para escudar nuestro silencio tras el trabajo, las obligaciones y el ritmo frenético de la vida. Estos no son pretextos válidos para la inacción, ni mucho menos para la ceguera voluntaria. Es difícil parar, hacerse preguntas y tomar decisiones. Porque necesitamos dinero y tenemos que trabajar, porque no tenemos tiempo, porque ya nuestra propia existencia es difícil de sobrellevar en ocasiones. Pero también porque no queremos. Somos humanos y como tales estamos repletos de contradicciones. Somos portadores de los sentimientos más bellos, pero también de la codicia y del egoísmo, y en esa dualidad que nos constituye a menudo gana la partida el yo. Queremos vivir tranquilos. Queremos cerrar los ojos y salvarnos. Salvarnos a nosotros mismos, a nuestra familia, a nuestra pareja, a nuestros hijos, a los pocos a los que consideramos en última instancia los nuestros. Queremos subir con los nuestros a un bote salvavidas, tumbarnos bocarriba y disfrutar mirando las estrellas, evitando ver las manos de aquellos que no tienen bote y que, desesperados, buscan ayuda en la noche temible del océano. 

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Foto: Fundación Miguel Gil. Miguel Gil (derecha) corriendo cámara en mano junto a un miliciano del UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo

Por fortuna, estamos rodeados de personas que no se conforman con observar la inercia de la vida y que nos recuerdan que no podemos conformarnos con ser sujetos pasivos de nuestro tiempo. Miles de personas que cada día se juegan la piel, el trabajo, la salud y el dinero y que batallan inagotables para domar a su Bestia, a sabiendas de que quizás nunca cambiarán el mundo, pero con la certeza de que si nadie lo intenta estamos perdidos. Miguel Gil fue una de esas personas y por ello lo mataron, igual que a José Couso, a Julio Fuentes, a David Beriain, a Roberto Fraile y a otros tantos reporteros de guerra. Pero no siempre hay que morir para contar. Al igual que Miguel Gil, otros tantísimos profesionales llevan años domando a la Bestia desde la redacción de su periódico, desde la escuela, desde el pupitre, desde el escaño, desde la grada, desde el barro… Desde cualquier rincón de cualquier casa. 

Ahora somos nosotros, las generaciones jóvenes, quienes debemos tomar el relevo y continuar su legado. Quizás así lograremos un día domar a todas esas Bestias todavía invisibles que acechan en las esquinas del mundo. 

Escrito por

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Raül Nuevo Gascó

Vaig nàixer i crèixer a Montcada, València. En 2017 vaig vindre a Bèlgica per a estudiar relacions internacionals i ací continue per motius laborals. M’agrada llegir prosa, des de les novel·les franceses i russes dels segles XVIII-XIX i la literatura del Segle d’Or espanyol fins al realisme llatinoamericà i les avantguardes. Sempre que puc, tracte de llegir Stefan Zweig i Vicent Andrés Estellés.

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