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¿Dónde estás, Paloma?

27 de mayo del 2020

        Acurrucada, Paloma, en la esquina, con un ojo al sol y el otro en la sombra, los dos cerrados, comenzó a contar, “uno, dos, tres”, hasta ciento veinte, dos minutos, entonces salió del agua y tomó aire con la boca abierta hasta que llenó los pulmones. Su perra se había acercado al borde de la piscina y la observaba. “¡Hola, Churruca!” Le pasó la mano mojada por el lomo. “Te vas a quedar calva”. Sin mirar a Paloma, la perra dio media vuelta y se tumbó unos metros más allá, en la hierba, con la panza y los ocho pezones rosados mirando hacia arriba, hacia las hojas de la morera que empezaba a florecer. “¿Qué estará pensando la Cuca?”, “¡Eh, Churruquita! ¿En qué piensas?”. La perra no se movió. Paloma salió de la piscina y se puso el bañador. Miró arriba, hacia las ventanas.

En el edificio de enfrente vivía Porja Monsó, el vecino puerco que la miraba con los ojos temblando. No es que le importara que alguien la miraba desnuda. Eso le daba igual. Incluso a veces le gustaba. Además, no iba a ser hipócrita, ella lo había hecho alguna vez, lo de mirar con ojos golosos, sobre todo a tito Antón, que vivía también por allí cerca y tenía el cuerpo bien engrasado. Pero había algo en la mirada de Porja Monsó que le daba grima, como si la estuviera lamiendo por dentro con una lengua húmeda y fría.

Se tumbó en la hamaca. “Eh Cuca, vente, no seas mala, que tengo las manos secas”. La llamó con un silbido. La perra levantó curiosa la cabeza con las orejas abiertas. “Vente, Churruca, que ya tengo las manos secas”. La perra se acercó y se recostó debajo de la hamaca, a la sombra, con una pata que salía por la izquierda y quedaba al sol y la otra igual por la derecha. “¡Qué buena eres, Cuca!”. Paloma estiró el brazo y le agarró las carnes. “Oye, te estás poniendo cebona. ¡Menudas tetorras tienes!”. Luego cerró los ojos y se durmió.

Al rato se acercó el vecino Porja Monsó con una mano en el móvil y la otra en el bolsillo. “Hola, Porja”. Porja la miraba en silencio. “Bueno, siéntate al menos, no te quedes ahí de pie. Y deja el móvil, no me gusta que me grabes”. Porja Monsó se sentó en el suelo, al lado de la tumbona, y acarició la pata de la Churruca. La perra levantó la cabeza para mirarlo y, falta de interés, se recostó de nuevo. Se quedaron callados los tres. A lo lejos, desde todas las esquinas, las chicharras rascaban las patas. Paloma jugaba con un hielo para pasar el calor. Lo metía en la boca, en el ombligo, entre los dedos de los pies. Cada poco, la Churruca se acercaba a la ducha y rebozaba el lomo en los charcos que quedaban en el suelo y que ya empezaban a calentarse con el sol. Luego volvía a la sombra de la tumbona y se dejaba caer de golpe con un resoplido de desesperación. “¿Qué lees, Porja?”, “No leo; escribo”, “¿Y qué escribes?”, “Escribo de la otra noche, del juego que hiciste con tito Antón, el de la historia encadenada”, “Déjame leerlo”, “Tus muertos, no quiero”, “Pues léemelo tú”, “No te lo quiero leer”, “Porja, no seas mamón”. Paloma lo miró seria. “Bueno, un trozo”.

Estoy en un bosque. No se oye ni un lejano piar. A la izquierda, árboles; a la derecha, árboles; delante y detrás, árboles verdes. Debajo, bajo mis pies, la tierra negra huele; arriba, en el cielo, el sol. Debe de brillar con fuerza, pero yo apenas veo un reflejo. Así de tupidas están las copas. Todo es verde. No solo las hojas y los troncos, también el aire tiene algo de verde. Hasta el silencio es verdoso. Me digo: “tienes que andar”. Entonces ando.

“¿Eso lo dijo tito Antón, ¿verdad?”, “Sí”, “Siempre vuelve al bosque verde”, “Luego viene la tuya, Palomita”, “Léemela”.

Entre los árboles se abre una luz. De pronto, como un accidente, el bosque termina. El verde se ahoga en un gran lago azul. A lo lejos, todavía tímida, se ve la orilla opuesta. A los lados, el lago parece no tener fin. Agua y más agua. Cualquiera diría que no es un lago, que es un río. Avanzo y me acerco a la orilla. Noto polen en el aire, cada vez más denso, que me duerme. Me pican la nariz y los ojos con un cosquilleo discreto que más es sueño que picor. En las puntas de las pestañas se acumulan los granos amarillos. Se me seca la lengua y me llama la sed. Me pesan los brazos, me pesan los pies con estas botas de hierro. Unos pasos más y me dormiré, y si me duermo....

“Ahora no convence”, “A mí me gusta”, “No me mires así, Porja”, “Ya paro”, “¿Y lo tuyo?”, “Mi parte no la he terminado”, “Léeme lo que tengas”, “De verdad que no quiero”. Callaron. “Mejor me voy ya, Palomita”, “Bueno”, “¿Puedo tocarte las piernas antes?”, “No, Porja”, “Pues no te las toco”, “Adiós”, “Adiós”.

Paloma quedó sola de nuevo con la perra. “¡Qué calor, Cuca, qué calor hace! Me voy al agua”. Entró en la piscina y, ya dentro, se sumergió, se quitó el bañador y lo lanzó sobre las baldosas calientes, cerca de la Churruca, que se acercó para lamer el agua que aún tenía absorbida la tela azul gomosa. “Porja necesita amor, Cuca. Aunque esté pelón, es un niño. Siempre va a ser un niño. Tiene el miedo en los ojos, como tú al principio, que creías que iba a pegarte cuando te acariciaba. ¡Pero qué manía con mis piernas! ¡Si estoy mal hecha!”. Paloma sacó las piernas fuera del agua, apoyó las pantorrillas en el bordillo y miró al cielo con el tronco flotando en horizontal. “Mira qué patas tengo, Churruca”. La perra dormía. “Qué vida llevas, guapa”. Soltó todo el aire y se hundió en el agua hecha una bola. Cuando tocó el fondo, empezó a contar, “uno, dos, tres”. Lo había hecho tantas veces que su cabeza contaba por inercia. En cuanto llegaba a ciento veinte, el cuerpo la avisaba como un despertador. “Esto no son piernas, son patas. Tengo patas y pezuñas de caballo, de mesa camilla, y estoy más zamba que el búlgaro del Oblivion. ¿Qué será de él? Tiene algo, siempre con el acordeón. Debería de invitarle a algo, sin preguntar. Lo cogeré por los huevos y le diré “esta te la pago yo”, y si dice que no, se los estrujo y me voy. Ahí revienten, el acordeón, Roberto y el Oblivion”. Tomó impulsó y de nuevo abrió la boca con la lengua fuera hasta llenar los pulmones. “¿Qué pensaría Roberto si supiera cómo lo imagino?”.

“Hola, Palomita, ¿qué haces?”. Tito Antón se acercaba a la piscina. “Hola, Antón, ¿te metes?”, “Ay, sí ¡Qué calor!”, “¿Has venido así por el pasillo?”, “Sí, pero venía corriendo”, “¿No te han dicho nada?”, “No, creo que no me vieron”, “Te van a denunciar las viejas de tu finca”, “No, no. A esta hora duermen, son como los gatos”. Tito Antón se acercó al bordillo. Paloma lo miró con sorpresa. “¿No te has duchado?”, “No”, “Hay que ducharse antes de entrar. Así la Churruca se refresca luego”, “Bueno, pues me ducho. ¿Así vale?”, “Sí”. Antón se lanzó al agua, se sumergió y salió con energía y con los pelos que le tapaban la cara. “¡Qué gitano estás, Antón!”, “¿No te gusta?”, “Sí, está bien. Vamos a nadar”, “Vale, pero dame ventaja”. Antón llegó primero. “¿Te dejaste?”, “No”, “Yo ya salgo, que me arrugo”, “Yo también”.

Paloma se puso de nuevo el bañador. Antón la observaba. “¿Te sigue mirando el Monsó?”, “Sí, a veces, pero ya menos que antes”, “¿Y bien?”, “Pues igual, como si me chupara por dentro”, “El pobre tiene la lengua enroscada de puerco”, “Pero yo sé que es bueno. Solo necesita amor, necesita que alguien lo quiera”, “Todos necesitamos amor, Palomita, tú la primera”. “Pero para mí es más fácil, y para ti. Al Porja nadie lo mira, y encima se ha puesto pelón”. Hizo una pausa. Paloma hablaba con voz suave. “¿Tú sabes si…?”, “¿Si qué?”, “¿Si le han dado amor alguna vez?”, “¡Ah! No creo”, “Ya, yo tampoco”. Los dos callaron. “Pues ya sabes, no comas delante del que pasa hambre, Palomita”. Paloma lo miró extrañada. “¿Por qué dices eso?”, “No te enfades, Mora. Ya sabes que yo cada uno con su cuerpo y el que no quiera que no mire, que al final todo se come. ¡Si no mira la Churruca cómo está de panzona!”, “¿Por qué has dicho eso?”, “¿El qué?”, “Que no hay que comer delante de quien pasa hambre”, “Pues porque no vivimos solos en el mundo”. Tito Antón escupió en el suelo, “¿Ves? Eso lo tendrá que limpiar alguien si yo no lo limpio. Pero es un ejemplo muy malo”, “¿Qué quieres decir?”. Antón limpió el escupitajo con el talón. “Mírate, Palomita, eres un sol”, “Un sol zambo”, “No serías la Palomita si no estuvieras zamba”, “Ya me arrugaré”, “Sabes lo que te estoy diciendo. No ya tu carne, sino tú. Tú entera eres un sol. Tienes un imán en algún sitio, Palomita. No sabes cómo cambian todos cuando estás tú delante. No para agradarte, sino que les cambia la cara, que están más felices, que con verte y hablar un rato ya quedan alegres”, “¿Y qué?”, “Que luego sufren. Que van a la cama por la noche y te les apareces, se les aparece un ángel en lo negro de los ojos cerrados y, al abrirlos, solo hay techo. Y no es que quisieran tocarte las piernas como el Monsó, que también; te imaginan al lado, con una caricia, un abrazo, con tu olor, que hueles mucho, Mora, y aunque no sea perfume, es olor fuerte y bueno de sal. Seguro que si te chupo sabes a sal”. Tito Antón le chupó una mano. “A mí me sabes a sal”, “Me echaré azúcar”, “No digo que sufran por tu culpa. Digo que tienes una responsabilidad. Yo también, oye, pero la mía es menor, porque a mí pocas me miran. Cuando te ve desde la ventana, con la lengua de puerco retorcida y los pulmones negros de tabaco, el Monsó se pone enfermo de impotencia, y cuando te enseñas como lo hacías antes se le cae el alma al suelo, porque ve el cielo y, el pobre, bajito y pelón, sabe que ese San Pedro jamás le abrirá las puertas. No todas tienen la suerte de nacer con tu gracia, Palomita”. Tito Antón se levantó, le chupó la frente y salió corriendo como un furtivo, con los músculos tensos, el pelo negro y la piel tostada por el sol.

Paloma lo miró mientras se alejaba. No le gustaba lo que acababa de oír. Sintió rabia y gritó. “¡Qué huevazos tienes, tito Antón! ¡Ven aquí!”. Tito Antón se giró sorprendido y se acercó de nuevo a la Paloma, que lo miraba con la boca llena. “¿Qué responsabilidad ni qué leches? La Churruca con los ocho pezones al aire y nadie se entera, pero luego la Paloma por dos tetas cargo de conciencia. ¿Y tú qué?”, “¿Cómo que yo qué?”, “¡Mírate! ¡Hasta el Monsó se baña aquí sin nada! Todos al aire, a vivir, a mirar y tocar, todo gratis, vida buena. ¿Y para mí, por estar, como dices, bien hecha, una responsabilidad? ¿Me tengo que bañar con chaqueta para no que lloren? ¡Que aprendan a vivir, oye, que ya estamos grandes!”, “No quería decir eso, Palomita, digo que, si tú quisieras, podrías contribuir un poco a que sufrieran menos. Son desgraciados, en el fondo”, “Y yo, y tú y todos, cada cual con su mochila y sus problemas. Mira, yo vivo tranquila y no le hago mal a nadie. Si le tuviera rencores al Monsó y quisiera a vengarme de algo, pues aún aceptaría que me juzgaras, porque entonces, enseñándome para tentarlo, estaría siendo mala. Al que sea golfo con el cuerpo, que se lo achaque de noche la conciencia. Pero en mi caso, ni es así, ni lo será. ¡Más lejos estoy yo de eso que la Churruca de hablar! ¿Un imán, dices? ¿Un imán tengo? ¡Lo escupo! Un vacío es lo que tienen muchos, y yo no estoy aquí para llenarlo”, “Sí, pero escúchame”, “No, me escuchas tú ahora. ¿Dices que soy un sol y que los traigo enamorados? ¡A la cárcel vienes a robar! Como si el que fuma le echara la culpa al cigarro, o el que bebe a la botella. Yo soy responsable de mis actos porque soy persona y por nada más, y en eso venimos todos mamados de la misma fuente. Así que, puesto que personas son, también ellos son responsables, y si yo, con mis delitos y faltas, soy capaz de morderme las ganas, también serán ellos capaces de aguantarse sin mí. No le pide el caballo al fuego que no queme, sino que se aleja de él. Y si, aun así, decide uno acercarse a su dolor, lo hace sabiendo a qué atenerse, que para eso somos libres”, “Sí razón no te falta, Palomita. Pero libertad es la hermana bonita de responsabilidad. Fuiste tú quien me enseñó eso”, “Sí, tito Antón, pero una cosa es pedir cambios y otra exigir renuncias. No me digas que sea responsable, porque lo que de verdad me pides es que esconda no solo la piel, sino también los huesos y la sangre. A mí mis padres me dijeron que cada una anda con los pies que tiene, y que sea cual sea la suerte que nos ha venido del cielo, adelante con los caballos. Si yo caí en la cesta de las que tú llamas soles y mi destino, si lo tengo, es el de ser por muchos querida, entonces por muchos lo seré. Pero no por eso está mi firma estampada en contratos de amor, ni me atan cadenas a corazones ajenos. Y si no tuve yo intenciones ni puse empeño en su causa, no deberían tampoco ellos esperar de mí reclamos. Que sigo siendo libre, digo, y que tengo también derecho a la amistad con ropa. Si soy sol, soy sol entero; y si doy calor, también quemo. No existen las estrellas de agua tibia. Así que no me pidas que sea menos Paloma, porque Paloma es lo único que soy”. Hubo un silencio hermético. Tito Antón la miraba. “¡Qué lengua tienes cuando quieres, Paloma!”. Se levantó, se enfundó la toalla de baño y, esta vez andando, se fue por donde había venido. “Nos vemos mañana”.

 Al día siguiente, Porja Monsó se presentó temprano en casa de Paloma, que lo acogió con una sonrisa. “Hola, Porja”, “Hola, Paloma”. Porja estaba nervioso. “Me ha dicho tito Antón que hablasteis ayer”, “Sí, hablamos”, “Y que hablasteis de mí”, “De ti, de mí, de él”, “Bueno”, “¿Qué quieres decirme, Porja?”, “Nada que no sepas. Lo he escrito, que en persona no encuentro las palabras”. Paloma asintió y Porja empezó a leer. “Siempre fuiste buena con todos, Paloma. Yo, en cambio, he ido de mal en peor. El mejor sentimiento que inspiro es compasión. El más común es asco. No sufro por ti, ni mucho menos por tu culpa. Sufro por el mundo, por este mundo que me excluye y al que no me sé adaptar. Tú eres mi escape, una reina de fantasía que me ayuda a soportar la vida miserable, monótona y triste que llevo. No es que te quiera, es que te adoro. Tu voz serena, tu olor a sal, tus piernas zambas, todo lo adoro. Para mí no eres una persona, eres una razón de vivir. Por eso te observo tanto, Paloma, porque al mirarte olvido que nunca he sido feliz”. Porja calló y, con la mirada baja, metió una mano en el bolsillo y le alargó un folio plegado. “Esta es mi parte de la historia, léela cuando tengas tiempo y ganas”. Paloma lloraba, “Gracias, Porja”, “Y haré todo lo que pueda para no molestarte”, “No te preocupes”, “Y dejaré de mirarte con el móvil para que no sientas mi lengua de puerco enroscándose en tus huesos”, “Porja…”. Porja ahogó un gemido en la garganta y se marchó corriendo. Paloma quedó sola y culpable, con un sentimiento de doloroso silencio enredado en las tripas. Desdobló el folio con el ruido de los pasos alejándose por el pasillo y lo leyó.

 “Enfrente, el lago. Tengo la cara repleta de polen. Me cuesta respirar. El aire está turbio, borroso, lleno de grumos blancos, verdes y amarillos que los vientos arrastran. Se meten en los ojos y duele. Cada parpadeo cuesta un poco más que el anterior. Si abro la boca, se me llenará el cuerpo de polen, así que resisto. Pero me siento cerrado. Necesito gritar, respirar. Como una angustia lejana, una locomotora negra cruza el agua desde la orilla opuesta y se acerca resoplando furiosa. No sé si voy a morir o a dormir, pero si no abro la boca quedaré imbécil para el resto de mi vida. Unos pasos más, uno, dos, tres, doce, aquí estás, mi lago, por fin cara a cara. Caigo al suelo de rodillas y beso el último palmo de tierra seca. Saco la lengua, con cuidado de no dejar en mi boca espacios abiertos al polen, pero antes de llegar al agua, también la lengua se ha cubierto de amarillo. ¡Al infierno! Tomo aire y grito y, con las botas de hierro aún puestas, me lanzo al agua. Un destello, después la noche ¡Qué silencio, aquí dentro! ¡Qué críptico es todo! El agua tiene un tinte verdoso, más clara si miro a la superficie, negra carbón en la profundidad, y está tranquila, serena como una mañana de verano. Cientos y cientos de palmeras, esbeltas y anchas como troncos de lechuga, nacen en el fondo del lago y se elevan con embestidas de buey hasta la línea superficie. Rompen la delgada tela acuosa y se cobijan bajo el calor del sol, que las acoge con los brazos abiertos. Me miro las manos. No puede ser. Son de madera. También yo soy un tronco que embiste. ¡Arriba entonces! Tomo impulso y me lanzo endemoniado hacia la superficie. En el exterior, entre las incipientes palmeras que ya han logrado salir, la locomotora pastorea el lago y lo cubre con su sombra. Desde mi posición le veo las entrañas, los cables y válvulas, los metales aparatosos, todo borroso, obnubilados mis ojos por la distorsión del agua. Tomo un último impulso y salgo al fin a la superficie. ¡Ven a mí, calor! Pero, al instante, la locomotora se abalanza sobre mí veloz como un rayo. Si no me sumerjo, me aplastará. Me alejo de ella con un buceo histérico y vuelvo a salir, pero otra vez la locomotora me atrapa y me inunda de negro marino. Otra vez más buceo y salgo, y otra más me vuelve a atrapar. Y así sigo hasta que, muerto de sed y sin aire, desisto y entiendo y acepto que mi sitio está abajo, en la oscuridad fría y húmeda del vientre del lago. Paralelas a uno de los troncos, han caído desde el sol dos cuerdas larguísimas atadas en su extremo inferior, allá en lo profundo del agua, a una pequeña tabla de madera, un primitivo columpio que se balancea suave a merced de la corriente. Monto el columpio y espero en silencio y, mientras tanto, miro y remiro, y sin cesar me pregunto: ¿dónde estás, Paloma?”.

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Escrito por

Mister_Raule_va_p%C3%83%C2%A9cho_edited.

Raül Nuevo Gascó

Mediterráneo y valencià. En 2017 vine a Bruselas a estudiar Relaciones internacionales y aquí sigo. Larga vida a Stefan Zweig y a Silvio Rodríguez.

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