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Lecturas

Iman, o la guerra como elemento deshumanizante

28 de abril del 2020

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          Corría el año 1922 cuando Ramón J. Sender (1901-1982) fue llamado a filas y enviado a Marruecos para participar en una guerra destinada a acabar con las revueltas de independencia locales. De esta manera, el que más tarde sería reconocido como uno de los mayores novelistas de su época se despedía de su tierra para conocer la guerra. Fruto de esta experiencia nacería la novela Iman.

La Guerra del Rif dio comienzo en 1911 tras la entrega a España, por parte del gobierno francés, de la zona norte de Marruecos. La colonia norafricana se dividiría de esta manera en dos protectorados: el norte, en manos españolas; y el sur, de dominio francés. El Reino de España se enredaba así en una guerra que duraría 16 años, movido más por sus intereses patrióticos que económicos, pues la región norte de Marruecos no se caracterizaba por su riqueza. La Guerra del Rif pasaría al imaginario colectivo por su carácter sangriento al llegar a contabilizar hasta 12 000 soldados muertos en menos de una semana durante lo que se conoció como el Desastre de Annual. Como en todo conflicto bélico, fue la base social, que tenía poco que ganar y mucho que perder, la que pagó las consecuencias de las decisiones imperialistas del rey y las oligarquías del país. Hay que recordar que, desde 1912, existía en España un servicio de cuotas por el cual las clases adineradas podían librarse del servicio militar en África a cambio de una cantidad de dinero. Además, aquel que dispusiese del dinero suficiente podía comprarse un sustituto que lo remplazase en quintas, llegando a tal punto el negocio que “agentes matriculados para substituciones-permutas”[1] publicaban anuncios en la prensa local con el fin de gestionar este tipo de trámites. Las clases populares sufrían así las penurias de la guerra y dejaban multitud de referencias en la cultura popular. Por ejemplo, en la copla conocida como “Melilla ya no es Melilla” se dice:

Melilla ya no es Melilla.
Melilla es un matadero
donde llevan a los hombres
a morir como corderos.

Mientras que en otra canción de quintos se reza:

Si te toca te jodes
que te tienes que ir
que tu madre no tiene
para librarte a ti.

Aquel que haya leído alguna novela de Sender sabrá que era capaz de entrar en el corazón del hombre, fotografiarlo y más tarde describirnos dicha fotografía de tal modo que nos diese la sensación de tenerla delante, a veces incluso de estar viviendo la experiencia de este dibujado corazón. Tampoco se le pasará por alto a cualquier lector de su obra la tremenda responsabilidad social y el compromiso del autor con los parias (que llegó a costarle la cárcel durante la dictadura de Primo de Rivera, allá por 1927). Fue 3 años más tarde, y una vez ya fuera de la cárcel, cuando Sender pudo publicar Iman, su primera novela, de la cual se dice que es la novela que mejor describe la Guerra del Rif. Iman es una novela dura, que sirviéndose tanto de los pensamientos y discusiones de los soldados como de descripciones del campo de batalla y de lo que sobre él queda una vez acabado el combate, relata los dolores de la guerra, el sinsentido de la guerra, la soledad de la guerra, las injusticias de la guerra, el odio que de ella nace y los despojos humanos que devuelve una vez finalizado el conflicto. Ante esta idea de la guerra, Iman nos plantea “la patria” como contraposición, como teatro irreal y ridículo en el cual los poderosos, desde sus sillones y cargados de medallas, se regodean de luchar y ganar (o perder) guerras. Así, Sender escribe:

Es la guerra. Esto es la guerra. La banderita en el mástil de la escuela, la “Marcha Real”, la historia, la defensa nacional, el discurso del diputado y la zarzuela de éxito. Todo aquello, rodeado de condecoraciones, trae esto. Si aquello es la patria, esto es la guerra: un hombre huyendo entre cadáveres mutilados, profanados, los pies destrozados por las piedras y la cabeza por las balas.

Sender insiste una y otra vez en desmitificar la guerra. La guerra no aporta mas que dolor, sufrimiento y muerte. Los soldados apenas tienen qué comer (llegando incluso a beberse sus propios orines para poder hidratarse), sufren las vejaciones a las que son sometidos por parte de los oficiales (palizas, insultos, castigos injustificados) y duermen junto a los cadáveres de sus compañeros. Pero además, apenas mantienen contacto con su vida anterior, recuerdo al que se aferran para no perder su esencia, para no perder aquello que les hace seres humanos, aquello que les hace ser ellos mismos, que los identifica. No quieren olvidar lo que fueron, porque en el fondo mantienen la esperanza de volver a serlo algún día, de dejar de ser los autómatas que ahora son, de escapar de la guerra y volver a sus pueblos, a sus familias y amigos.

Lo que yo quiero, además, es que me hable de sus peripecias militares, y él se obstina en recordar sus tiempos de operario herrero. Me enseña lo menos seis cicatrices con orgullo silencioso ¿Tiros? No; señales del arduo trabajo de la fragua.

Pero Sender va un paso más allá al destruir toda posible mistificación de la guerra, pues en la guerra, ni siquiera se puede hablar de valores como la valentía.

Este heroísmo sin sentido me desconcierta siempre. “Eres valiente”, le digo, y el soldado se me queda mirando extrañado. Se encoge de hombros: “Puesto aquí – contesta – eso lo hace cualquiera.” Lo hace cualquiera quizá. “Puesto aquí”, entre la espada y la pared ¿Quién dejará que el miedo lo aniquile o que los moros le ensarten metiéndole un acero entre dos costillas? “Aquí no hay valientes”, añade el soldado. Efectivamente, los verdaderos valientes hubieran debido comenzar por no venir.

¿Comenzar por no venir? Oponerse al absurdo de la guerra, de matar y ser matado para defender los intereses de quien nada tiene que ver contigo. Enfrentarse así al mando político y militar que te somete, que te utiliza, que te manda al matadero a que mates y mueras por causas que no son las tuyas, por intereses que no son los tuyos. Que te hace considerar a tu semejante, a alguien que comparte los mismos problemas y sufrimientos que tú, como a un enemigo. En definitiva, Sender te invita a enfrentarte a aquellos que quieren deshumanizar al “enemigo” y deshumanizarte a ti.

¿Quién hace a estos animales responsables de la impericia o de la imprudencia del mando? ¿Cuál es el deber cívico de los mulos, de los caballos? Viance advierte luego: aunque nosotros, como los mulos, solo tenemos deberes cívicos, no derechos: el deber cívico de morir. El Estado nos autoriza a morir para sostener el derecho cívico de unas docenas de seres que son la historia, la cultura, la prosperidad del país, porque el país comienza y termina con ellos.

Pero como quizás Sender pudo descubrir durante los dos años que pasó en la Guerra del Rif, los soldados son conscientes de todo esto. Quizás no lo eran cuando cogieron el tren con destino a Marruecos, quizás no lo eran al llegar a Melilla, incluso al disparar su primer tiro contra el enemigo, pero llega un momento durante la guerra en el que toman consciencia de que luchan contra los suyos, de que tienen más en común con el soldado enemigo que con el comandante de su ejército. Esto es quizás fácil de entender si nos planteamos que los reclutas se ven obligados a convivir junto a los privilegios de los oficiales y suboficiales sin ser nunca partícipes de ellos: se les niega la posibilidad de montar a caballo o en vehículo motorizado, se les raciona el alimento en calidad y cantidad, el espacio disponible para dormir es muy limitado (compartiendo barracón con enfermos portadores de enfermedades infecciosas), el comandante suele dirigir las operaciones desde un lugar seguro y alejado del campo de batalla[2]… . De esta manera, los soldados que aún no se comportan simplemente como autómatas, que no han perdido aún toda intención de vivir, se atreven a afirmar:

¡Cabo, somos fuertes y tenemos buenas armas! ¿Por qué nos han de poder esos piojosos? Yo sí que lo sé. Porque ellos tienen la razón y eso pesa mucho. ¡Si nos pusiéramos todos de parte de ellos y fuéramos a Melilla!…

Pero Sender nos describe cómo esas voces son rápidamente acalladas por los oficiales o suboficiales del ejército, que se aprestan a castigar tales insinuaciones. La cadena de mando se muestra efectiva a la hora de acallar las voces disidentes y mantener el orden establecido. Un orden que en el fondo solo conduce al embrutecimiento y deshumanización de los soldados.

Finalizado el conflicto, los despojos que la guerra devuelve después de años de contienda son solo el reflejo borroso y desgastado de las personas que un día esa misma guerra se comió, y los soldados parecen ser conscientes de su deterioro, llegando a afirmar en la novela:

Salvar la vida por un torpe capricho de la Providencia, que ya se acoge con recelo. “¿Qué ignorado destino me aguarda? Si me salvo, no me salvo yo, sino un pobre animal cansado, sucio, con el alma apagada.” Lo más auténtico de uno se queda por ahí, cara al cielo, muerto y podrido también ¿Dónde? No se sabe. Quizá prendido en la mirada sin expresión – o terriblemente expresiva – de esos cadáveres.

O en una conversación entre soldados:

– Ya te queda poco.
Hace un gesto descoyuntado, chasca la lengua.
-¡Es igual! ¿Qué voy a hacer cuando vuelva? ¿Qué mas da que vuelva o no? Ya le digo a usted que es igual. Nadie me espera allá; aunque me esperaran no me conocerían, y aunque me conocieran no me entenderían, ni yo a ellos.

El sentimiento que Sender guarda de la guerra se resume muy bien en la conversación que crea entre un soldado licenciado que se dirige a casa después de varios años de servicio en la Guerra del Rif y un labrador que se encuentra en el camino:

– ¿Dos hijos? Si tiene usted dos hijos, procure que no vayan a la guerra.
-¿Qué puede hacer uno contra eso? – replica con aire escéptico.
-¡Matarlos!
El labrador se queda muy sorprendido y Viance rectifica, poniéndose colorado:
-O enviarlos a las Américas.

Para concluir, Imán debe considerarse una novela pacifista que intenta resaltar el valor del trabajo honesto en contraposición al oficio de la guerra, y la valentía del que se decide a no guerrear frente a la cobardía del que se deja alistar. Pero Iman es también una novela que critica duramente las jerarquías, militares por antonomasia, y al Estado, que utiliza a la clase obrera para defender los intereses de “unas docenas de seres”. Es una novela crítica con el imperialismo y el colonialismo español de la época y, finalmente es una novela que busca los nexos de unión entre los soldados de uno y otro bando, que a fin de cuentas sienten y viven de igual manera. Así, Iman refleja los ideales comunistas libertarios de su autor, al mismo tiempo que nos muestra cómo los soldados en la guerra se mean en los pantalones y se beben sus propios orines, al mismo tiempo que nos permite sentir el sinsentido.

Referencias y notas

[1] Del periódico El día de Cuenca, fecha 12 de octubre de 1920.

[2] Sobre este último punto cabe destacar la labor del regimiento de caballería Alcántara y del teniente coronel Fernando Primo de Rivera y Orbaneja, hermano del futuro dictador, que murió en Marruecos junto a más de 350 de sus hombres (de un total de 460), mientras aseguraba la retirada de los soldados de Mont-Arruit.

Escrito por

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Carlos Granero Belinchón

Nacido en Cuenca (España), actualmente resido en Toulouse, donde me dedico a la investigación en ciencias físicas. La literatura es una de mis principales aficiones y me siento especialmente atraído por la literatura latinoamericana: Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges…

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