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Julia frente al mar

23 de agosto del 2021

     Abrió los brazos frente al mar. A lo alto, el cielo azul. Detrás, un campo verde y salvaje que la miraba desde el horizonte. Los ojos se le habían llenado de flores hasta los márgenes. Los cerró. Ya no había flores. Eran olores, nada más. Un olor que era eterno y un recuerdo que se le anclaba para siempre. Estaba el olor salado de la costa; estaba el olor de las baldosas calientes del camino; estaba el olor tranquilo del agua y las olas; estaba el olor a pino seco. Entre todos ellos flotaba Julia, que miraba hacia el mar de espaldas al sol. El verano la abrazaba. Suspiró, abrió de nuevo los ojos y se dejó llevar. La brisa le susurraba recuerdos al oído, imágenes vívidas que apenas un día antes le habían parecido ficción y que ahora, de pronto, volvían para poner en duda la decisión que, treinta años antes, había torcido su rumbo: “¿por qué te fuiste, Julia?”, pensó. “¿Qué buscabas?”.

Miraba al mar y pensaba en el día anterior. Pensaba en el avión, que aterrizó a media tarde; en la cena con su hermano alrededor de la mesa; en las preguntas que respondió por inercia:

 

- ¿Entonces todo bien allí?

- Sí, genial.

- ¿Y el trabajo?

- El trabajo es trabajo, ya sabes.

- ¿No te gusta?

- No, no es eso.

- ¿Entonces?

- Todo es muy plano desde hace tiempo.

Hubo un silencio largo. Su hermano la miraba con los ojos de los cinco años, con los de seis, de diez… la miraba con cuarenta y dos, sin entender. La cuchara chocó con el plato y rompió el silencio en el salón. Julia suspiró y se llevó las manos a la cara. Su hermano se acercó a ella y la miró a los ojos:

- ¿Qué te pasa, Julia? ¿En qué estás pensando?

 

Pensaba en cómo había envejecido su hermano Ramón. Estaba calvo y viejo. Y estaba más guapo que nunca. Le habían cambiado los ojos. La mirada le vibraba con algún no sé qué que ella no supo descifrar. Lo besó fuerte y después, en silencio, pensó que se puede crecer y a la vez ser la misma persona que treinta años atrás. “Es todo tan simple a veces…”, pensó. Su hermano la miró agradecido. Acercó su cara hasta la de ella y le devolvió el beso.

- Te echo mucho de menos…

- Y yo a ti, Julia.

- Es que, ¿sabes? Cada vez me pregunto más si hice bien, si en verdad…

 

Antes de terminar la frase, se desplomó. Despertó tumbada en el sofá, llorando. Ramón la miraba lleno de amor. El llanto de la niña volvía a casa, convertido esta vez en lágrima de mujer adulta. Volvía al mismo sofá en el que treinta años antes había llorado una y mil veces con Ramón. Ese sofá en el que se sentaba a la izquierda la madre y a la derecha el padre, y la niña Julia al medio, y el hermano en el suelo. El llanto siempre vuelve, y con él el silencio cómodo de la mirada del hermano que no juzga, que mira y entiende, que ama por instinto. Ramón se acostó a su lado. Le cogió la mano y los dos quedaron tendidos uno al lado de la otra. Julia había vuelto al fin, y con ella también habían vuelto las preguntas de la niña que necesita saber y las respuestas del hermano mayor que a veces no encuentra qué decir y que se enfada: “Julia, eso que preguntas no lo sé”.

- ¿Por qué me dejaste ir?

- Julia, eso que preguntas…

- Ramón, ¿por qué me dejaste ir?

- Tú siempre has hecho lo que has querido, Julia.

- Pero lo sabías…

 

Su hermano bajó la mirada:

- ¿Saber el qué?

- Que mi sitio era este.

- Pero Julia…

Pensaba en cómo, de pronto y sin avisar, la hoja había caído del árbol.

Pensaba en cómo, al recogerla y mirar hacia arriba, había encontrado el árbol seco y pelado.

Pensaba en por qué desaparecen los árboles.

Pensaba en la calidez de recordar amores pasados y en el susurro de una tarde solitaria, abandonada ella frente a su ventana, viendo llover sobre el mar infinito.

Pensaba en Elena, la amiga; en Ramón, el hermano; en papá; en la madre; en la carrera libre hacia la playa después del colegio; en la boca que sonríe y se sumerge en el agua.

- ¿Lo sabías o no lo sabías, Ramón?

- ¿Saber el qué?

- Que alejarme de vosotros me mataría. Que la distancia y el trabajo me pudrirían la sangre y la convertirían en petróleo. Que la espiral de la ambición me apresaría con sus garras de metal. Que una vez dentro, no vería lo que hay fuera. ¿Lo sabías?

- ¿Saber el qué?

- Que nunca encontraría silencio y que terminaría compadeciéndome noche tras noche por ser un pez muerto a la deriva.

- Estás cansada, Julia… mañana será otro día.

- Ojalá fuera eso.

 

El árbol lo deshoja un avión que vuela esperanzado hacia un oasis. Cuando llega, solo encuentra desierto. Al volver, el mar es todavía azul y el sol sigue naciendo cada mañana por el este, pero los pies reblandecidos no soportan ya el tacto de la roca escarpada. Donde antes disfrutaba la piel, ahora solo hay sangre.

Ninguna hoja resiste al motor y la turbina.

 

Comenzó a irse con quince años. El pueblo era pequeño y el mar predecible. Las mismas olas, las mismas aguas. Un ciclo interminable de repetición sin sorpresas. Julia iba a la escuela del pueblo más cercano, que quedaba a media hora a pie desde su casa. Elena vivía un poco más abajo. Cuando llegaba la primavera, las dos volvían descalzas y los viernes, cuando no había nada que hacer en casa ni en ningún sitio, iban al mar y se bañaban hasta que el agua se volvía negra. Hablaban de todo y sin tregua, del sol, del aire, del bicho que me sube por la pierna, de lo que habían aprendido aquel día en la escuela.

- ¿Es complemento directo o indirecto?

- Directo, Julia.

- ¿Por qué?

- Si puedes sustituirlo por “eso”, entonces es directo.

- Ponme un ejemplo.

- Me gusta el mar. Me gusta eso. Directo.

- Otro.

- Este abrazo es para Julia. Este abrazo es eso.

- Suena raro.

- Entonces no es directo.

 

Y la abrazó. Elena era niña de madre y padre extranjeros, con la piel tostada del sur, mestiza, y con la sonrisa siempre pegada a los labios. Quería a Julia como a la hermana que no pudo ver crecer a su lado porque cayó al agua cuando ya se veían las luces de la península. Vivía para ella, para su puro bienestar, y se sentía atada a su ser hasta en los detalles más nimios, hasta en los sentimientos recónditos que Julia creía escondidos, pero que ella sentía como propios. Elena no salía del pueblo. No salía porque no quería y porque no podía. En su familia no tenían coche, y el autobús siempre había sido peligroso para una niña como ella. Por eso andaba o, si se la prestaba Julia, iba en bicicleta. Elena quería ser maestra:

- Yo seré maestra en el pueblo, Julia. Viviré en un barquito y por la mañana iré en bicicleta a la escuela. Luego volveré y me bañaré en el mar hasta que el agua se vuelva negra.

 

Aquel día, Julia no la escuchó. Un pitido apagó la voz de Elena, que le quedaba corta, demasiado cercana, demasiado fácil. Sentía que Elena siempre estaría ahí, como su mano, como su brazo, como la sangre que corría mecánica por sus venas y a la que no había nada que agradecer, porque… ¿para qué? Si siempre estuvo, siempre estará.

Julia no sabía que las flores solo crecen si se riegan.

Un día, con quince años, la maestra dijo:

- Hemos conseguido una plaza para mandar a una estudiante de intercambio a Alemania. Serán dos años, el bachillerato entero. La plaza será para la que mejor nota saque.

 

De vuelta a casa, Elena la miró sonriendo y dijo:

- Alemania. Eso está lejos, ¿no?

 

Julia respondió seria y sin mirarla:

 

- Sí.

- Y hace frío, ¿no?

- Supongo.

- ¿Y quién va a querer ir? Con lo bien que se está aquí.

 

Julia no respondió. Siguió andando en silencio con la mirada perdida. Elena se desvió del camino, se acercó a un árbol y cogió una rama que pendía cerca del suelo. La partió y le lanzó la mitad más grande a Julia. Ella la atrapó en el aire, la miró enfadada, la tiró al suelo y siguió andando. Elena se extrañó. Se acercó hasta ella, le tocó el hombro y le preguntó con voz dulce:

 

- ¿Te pasa algo, Julia?

- Yo quiero ir.

 

Elena la miró sin comprender.

 

- ¿Ir?

- Que me voy a Alemania.

- ¿Cómo que te vas?

 

Julia no supo qué responder. Elena insistió:

 

- ¿Julia?

 

Sintió rabia. Le quitó la rama a Elena, la partió, la lanzó a lo lejos y le gritó:

 

- ¡Mira tus pies! ¡Están sucios! ¡Todo está sucio aquí!

 

Elena sintió un golpe en el vientre. La miró asustada:

 

- Julia… ¿por qué me dices eso?

- Tú no eres de aquí, por eso te gusta tanto. Pero yo llevo toda la vida, siempre igual. Me voy. ¡Me voy a Alemania!

 

Elena cayó al suelo y rompió a llorar en silencio. Sin mirarla, Julia sacó los zapatos de la mochila, se ató los cordones y se fue corriendo. Desde entonces, volvió siempre de la escuela sola y por la carretera y centró toda su energía y su tiempo en sacar la mejor nota para conseguir la plaza de intercambio y poder irse.

Julia no sabía que las flores también mueren ahogadas, porque la historia de las familias se repite, y si la hermana murió en el agua, entonces ¿por qué no probar?

Julia no sabía que importa el dónde, pero que es mucho más importante el con quién.

 

Aterrizó en Berlín una noche de septiembre. Estaba tan ilusionada que sentía que no aguantaría hasta el baño. Después recogió la maleta y buscó entre la multitud unos ojos que la buscaran. La recibió un señor alemán alto y rubio que se llamaba Otto y que hablaba español:

- Me llamo Otto. Hablo español.

- Yo me llamo Julia. No hablo alemán, pero voy a aprender.

- Compartirás habitación con mi hija.

- Muy bien.

 

Otto, su tutor alemán, hablaba español, pero no el mismo que Julia había aprendido en casa. No era ese el idioma del mar y la costa; la lengua de Otto era otra, una lengua que solo conocía el español de los libros y que nunca supo pronunciar la palabra amor sin que, al decirla, un ojo le saltara al suelo. Aunque era amable y atento, Julia nunca lo vio sonreír. Tenía una hija sin nombre. Al hablar, la niña miraba hacia el suelo, cruzaba los pies y trataba de responder deprisa para volver a la comodidad del anonimato. Un día, al verla pasear en círculos por el jardín sin hacer nada, Julia supo que la odiaba:

- Eres una pobre gacela infeliz e insignificante.

- No sé…

- ¿Nunca te atreviste a existir?

- Yo…

- ¡Pulga!

 

Aprendió alemán y aprendió inglés. Aprendió a estirar el cuello para hablar con la gente. Aprendió a volver del instituto en botas de piel gruesa y dos calcetines en cada pie, porque el invierno se alargaba hasta el mar y las montañas y un dedo mojado podía doler como la muela hinchada, como el seno que crece, como el incomprensible vientre que viene y va y que lo condiciona todo. Y entre cabezas rubias de ojos claros y calles que olían a especias, aprendió a quererse a sí misma más que a nada y nadie. Porque Ramón no estaba a su lado, ni la madre, ni el padre. Porque, por aquel entonces, Elena se había fundido para siempre en el mar.

El bachillerato ocurrió en un instante. Hubo ilusión y hubo inseguridad. Hubo también la seriedad que se hizo poco a poco rutina y la niña que, sin quererlo, se convirtió en mujer. Llegó Jana y llegó Laura, y luego llegó el látigo que quebró sin avisar la amistad todavía incipiente. Después llegó la fría losa de la soledad que la acompañó durante año y medio en el patio del instituto. Ya al final, poco antes de los últimos exámenes, llegó el amor, el hombre, hirviente Tom, que la mandó al cielo y luego la tiró al barro. Julia se levantó como pudo y corrió ensangrentada hacia los exámenes, perseguida por el frío de la calle berlinesa que no la quería acoger, rodeada de cementos rubios de nariz escarchada. Corría y corría, aceleraba el ritmo hasta caer al suelo y luego se arrastraba, se incorporaba y seguía corriendo sobre la desnudez helada de la jungla. Entonces paraba, jadeante y perdida, y en el espejo volvía a encontrarse, siempre ella, sangrante Julia, niña de barro que se hacía y rehacía en las calles de Europa, niña a la que trataban de tú y de usted, niña de sur y de norte, juguete de costa española del que esperaban fuera mujer de luz alemana. Nunca supo nadie pronunciar bien su nombre.

- Para ti, ¿quién eres, Ghulia?

 

Llegó el psicólogo y no supo responder, porque Julia tampoco sabía responder. “¿Quién soy, Julia?”, pensó. Entonces lo dejó y, al poco tiempo, pudo dejar en su interior también a Tom, déspota de fuego, para todos los jamases. Por la noche volvía Ramón a su pensar, y por la mañana, antes de despertar, Elena se le colaba entre los sueños todavía calientes. Durante un tiempo, despertó llorando. Después ya no. Otto la sorprendió un día triste y sucia en la cama y le dijo que no hacía falta todo eso, que lo que había que hacer era trabajar y conseguir lo que una quería. Y Julia lo creyó y tuvo claro desde entonces que su vida estaba en Berlín y no en el lejano mar de recuerdos que la asaltaba noche tras noche.

Llegó a la universidad insegura y mutable y trató de hacerse un sitio entre miradas fijas que la buscaban y miradas distantes que la juzgaban. En medio del temporal, estudió economía a sabiendas de que, cuatro años más tarde, como siempre repetía Otto, tendría un gran trabajo, uno de éxito, porque Julia era lista y era tenaz, y esos son los atributos del genio, y:

- Julia, tú sabes lo que hay que hacer. Sabes lo que es bueno para ti.

- Sí, Otto.

- ¿Quieres ir a vivir a un piso? Ya eres mayor y necesitas espacio.

- Sí, Otto.

- Te alquilé una habitación para ti sola. Así no te molestarán en el estudio.

- Sí, Otto. Gracias, Otto.

 

Nunca durante ese tiempo volvió al mar. En el primer invierno universitario, sus padres se fueron sin avisar, y ella no encontró coraje para asumirlo en persona. Se quedó en silencio mirando por la ventana día tras día, esperando paciente a que el dolor pasara. Una mañana, al levantarse, se llevó la mano al pecho y no sintió nada. Entonces se vistió y volvió a ir a clase. En casa solo le quedaba Ramón, su queridísimo hermano Ramón, que poco a poco se desvanecía entre recuerdos. Pensó en visitarlo una y mil veces. Después pensó: “¿para qué?”. Aquello la retrasaría, y ella no tenía tiempo para retrasarse. Lo llamaba de vez en cuando, un mes, otro, luego en su cumpleaños, en vacaciones. Hablaban primero del tiempo y luego de papá y de mamá, y luego de Julia y de Ramón, y luego decían dos veces buenas noches y colgaban. Entonces Julia se metía en la cama y dormía en soledad, pensando primero en el instituto, después en la prueba final de la universidad y, más tarde, en la reunión de trabajo del día siguiente, con Ramón ya olvidado y lejano, con mamá quién sabe dónde y papá a su lado, borrado, y con Elena convertida en el reflejo de una sombra que corría de espaldas a ella.

Durante los siguientes veinticuatro años, su vida fue un continuo paréntesis. Encontró un trabajo y lo dejó. Luego encontró otro y se quedó. Sacó garra y trepó con ella sin mirar atrás. Entonces encontró a Moritz, del que recibió un vientre hinchado que odió entre sueños. La sexta noche del segundo mes despertó sudada y, sin parpadear, decidió. No tenía tiempo para retrasarse. Llamó a urgencias y en el hospital lo hicieron rápido. Con la herida todavía abierta, dejó a Moritz y buscó a otro, y a otro, y otro más; hasta que un día dejó de buscar porque sintió que todo era insignificancia multiplicada en espirales. Entretanto llegaron los treinta, y luego los cuarenta, y un día se sorprendió frente al espejo buscando canas y contando arrugas, y le sorprendió la indiferencia con que las acogió, la misma indiferencia con que luego recibió la carne flácida y el pecho caído. La misma indiferencia que poco a poco se instaló en las más hondas grietas de su ser hasta convertirla en un mar de asfalto, tierra yerma donde nada crece, donde nada ríe ni siente, donde solo se escucha la leve brisa del tiempo que pasa y que corre y que un día, de pronto, termina.

Julia sentía que la soledad era una extraña compañera.

Julia sentía que, a partir de cierto punto, una no puede volver atrás.

Julia sentía el error, pero…

Hasta que, sin previo aviso, una mañana cualquiera de un día perdido, una decide comprar el billete de vuelta.

Treinta años más tarde, Julia volvía al mar. Cuando llegó, lo recibió un hermano irreconocible. Viejo, calvo y guapo. Después de aquella primera cena con Ramón, se dieron las buenas noches. Julia subió a su habitación y observó en silencio. Todo seguía en el mismo sitio en que lo había dejado. El armario, la mesa, la cama, el póster, los libros. Ni siquiera habían cambiado las sábanas, aquellas sábanas azules que noche tras noche la habían arropado y envuelto en el tacto íntimo de su tela. Sintió una emoción desconocida desde hacía tiempo, un tintineo de pasado que le subía por el vientre y le pedía lluvia. Se acercó a la ventana, la abrió y vio el mar, el mismo de siempre, el viejo y misterioso mar que no perdona. Sintió la respiración alterada. Cerró las cortinas de un tirón, dio media vuelta y se quedó a oscuras en silencio. Se sentó en la cama y encendió la lamparilla de noche. Entonces la vio. Sobre la mesita, había una foto enmarcada que no recordaba. La puso bajo la luz. Elena sonreía. A su lado, Julia, todavía una niña, la abrazaba y le daba un beso en la mejilla. Desencajó la foto del marco y miró el reverso. Elena siempre escribía:

Para cuando vuelvas. Para que no me olvides, como yo no te olvidaré nunca.

 

Elena.

Rompió a llorar. Sintió una pena honda, un dolor agudo que le brotaba de las raíces del alma. Cerró los ojos y entre sus huesos encontró el llanto de una niña perdida en la jungla que le suplicaba atención, aunque solo fuera en recuerdos, aunque solo fuera en la sombra de los sueños. “Elena…”, se estremeció. Se tumbó en la cama y observó la foto durante mucho rato. Le costó reconocerse en aquella cara infantil que sonreía y que daba un beso inocente a la mejilla agradecida de su amiga. “Ya es tarde para el recuerdo”, pensó. “Y el tiempo no pasa dos veces”. Sintió que el pasado se alejaba de ella cuesta abajo y que era inútil perseguirlo. Trató de dormir, pero la mente se le revolvía. Pensaba en Elena, en el mar, en los pies descalzos sobre la roca, en mamá y en papá, que hubiera cumplido setenta y siete años la semana anterior. Buscaba localizar el momento en que los había olvidado a todos, pero no lo encontraba. Lo que veía era niebla, una nube borrosa que poco a poco le había empañado los ojos y cubierto los sentidos. Se incorporó, se puso la bata y salió afuera.

La noche en el mar era misteriosa. De pie en la terraza, frente a la línea de dunas, Julia observaba la luna reflejada en el agua. Ahí estaba ella, en casa de nuevo, de vuelta a la infancia, recordando las flores del vestido que un día perdió. En su armario de Berlín solo había ropa negra, elegante y planchada. Ropa seria de vida correcta. Ropa formal de una mujer que olvidó sus raíces y se perdió a sí misma. Se recostó sobre la barandilla y miró hacia la fachada de la casa. Las paredes blancas se teñían de azul con el reflejo de la noche. Escuchó un ruido, y después la voz de su hermano, que la llamaba:

- ¿Julia?

- Sí.

- ¿Sigues despierta?

- Es que no podía dormir. ¿Vienes?

 

Su hermano se acercó hasta ella. 

 

- Yo tampoco podía dormir.

 

Se levantó una brisa ligera. Los grillos chirriaban a lo lejos y, más allá, unas tenues lámparas iluminaban las entradas de las casas que se dibujaban como islas en la noche. Cruzaron las dunas hasta la línea de agua y se sentaron sobre la arena mojada. Las olas rompían suaves en la oscuridad. Julia miró a su hermano:

- ¿Recuerdas cuando veníamos con mamá?

- Claro que lo recuerdo, Julia.

- Papá nunca venía.

- Él no era de mar.

- No… papá era de campo.

 

Ramón la miraba con ojos de niño. Julia apoyó la cabeza en su hombro y, con los ojos cerrados, le dijo:

 

- Ramón, ¿me escuchas?

- Te escucho, Julia.

- He decidido que me quedo.

- ¿Te quedas?

- Sí, me quedo aquí contigo.

- ¿Hasta cuándo?

- Hasta siempre, Ramón. Hasta que me muera.

 

Su hermano la miró emocionado, la abrazó y rompió a llorar.

 

- Julia…

 

Pensaba en lo sencillo y a la vez complicado que es vivir en paz.

Pensaba en el ruido y en el silencio.

Pensaba en el murmullo del agua y en el estruendo del rayo.

Pensaba en la distancia y en los amores perdidos.

Pensaba en Elena, intimísima Elena, nombre de hogar, de casa, de infancia, de amor incondicional.

Pensaba en el mar que se la llevó.

 

Julia se incorporó, se quitó la ropa y se acercó al agua. Un brillo tenue emanaba de su piel. Continuó andando y, paso a paso, se mezcló entre las olas hasta que el mar le comió el cuerpo entero. Sumergió la cabeza y la noche quedó en silencio.

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Raül Nuevo Gascó

Vaig nàixer i crèixer a Montcada, València. En 2017 vaig vindre a Bèlgica per a estudiar relacions internacionals i ací continue per motius laborals. M’agrada llegir prosa, des de les novel·les franceses i russes dels segles XVIII-XIX i la literatura del Segle d’Or espanyol fins al realisme llatinoamericà i les avantguardes. Sempre que puc, tracte de llegir Stefan Zweig i Vicent Andrés Estellés.

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