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Reflexiones de un febrero gris sobre el campo y el saber

22 de marzo del 2021

Quizás es porque la primavera se hace de rogar, quizás porque ya hace un año que cambió todo, o quizás, simplemente, porque escribo estas líneas en febrero. No lo sé, pero durante las últimas semanas, en estos grises y belgas días, hay veces que me sorprenden los olores a monte bajo y seco, los atardeceres sangrantes y silenciosos, las conversaciones al fresco en una silla de mimbre, los paseos serenos sobre la margen de un río rebosante de barbos, la sombra de un algarrobo, el cielo estrellado, las límpidas y soleadas mañanas de verano, de aquellos veranos. 

 

Una de las cosas que más me gusta de la literatura es esa mirada nostálgica que nos permite volver a los mundos leídos, a los horizontes descritos, a sus olores. A veces, incluso, no distingo entre lo que leí y lo que viví. Ambos recuerdos son eso, recuerdos.

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La Viña (Teruel) Imagen propia

Las novelas de Miguel Delibes huelen a campo. Y al campo acudo para hallarme. Sus historias y sus personajes rebosan un conocimiento y un saber que lamentablemente quedaron deslegitimados hace tiempo, condescendientemente catalogados como cultura rural o folclore. Sin embargo, a ese conocimiento es al que acudo cuando mi contexto me supera, cuando el saber legitimado que me rodea pierde todo sentido. Porque Delibes me demuestra que la sabiduría, la cultura y el conocimiento superan a la institución. Que estas también pueden proceder de un niño que vive en una cueva, como el Nini (Las ratas) o de un marginado amante de su Milana bonita, como el Azarías (Los santos inocentes) o de los recuerdos de otro zagal, el Mochuelo, que no entiende por qué debe ir a la ciudad a “aprender”, si él ya sabe (El camino).

 

Más allá de las nostalgias estacionales, estas novelas me interpelan en las últimas semanas por otros motivos. Desde hace un tiempo vengo charlando, discutiendo y pensando sobre la crisis de la universidad como forma, es decir, como institución. Vemos desde nuestras burbujas de confort cómo el saber sobrepasa y se escapa de la propia corporación. Y volvemos una y otra vez al mismo punto de partida: la instrumentalización de la educación. Un proceso que está quebrando y vaciando a una institución que, desde su hegemonía, se había reivindicado como principal garante de la transmisión de conocimiento.

Tras la deriva productivista que impuso el Plan Bolonia en los estudios superiores europeos – sin olvidar los aspectos positivos de movilidad y conciliación entre universidades  –, la universidad va perdiendo terreno frente al auge de cursos y másteres privados no presenciales. Este nuevo modelo de negocio educativo ha tenido una especial incidencia en España, donde, por ejemplo, la inscripción en universidades privadas en los últimos cinco años ha pasado del 13 al 17 por ciento. Y, sin embargo, la gran mayoría de estas universidades no cumplen los requisitos para ser consideradas como tal.

 

Hace unas semanas leía que Google ofrece unos cursos de formación de seis meses de duración como alternativa a carreras de cuatro años. Y es que, si lo pensamos bien, es un proceso lógico. Si la educación se subordina a la profesionalización, es decir, si la universidad se pone al servicio de la empresa privada, es normal que nazcan nuevas formas más eficientes y más productivas de formación que la propia universidad. La transmisión de conocimiento se traspasa de la academia a la propia empresa. Bajo esta lógica, Google tiene todas las de ganar.  

 

El otro problema derivado de esta instrumentalización es quizás menos perceptible, pero avanza a paso lento y decidido. El conocimiento y el saber como idea de emancipación individual suele adoptar a lo largo de la historia diversas formas de transmisión y de aprehensión. Esta transmisión, que hasta la fecha había pretendido liderar la universidad de herencia ilustrada, basada en la comprensión humanista de la realidad, está, cada vez más, en una profunda crisis de forma. Si, como decíamos, la universidad profesionaliza la educación y copa sus espacios con la formación laboral, el conocimiento emancipatorio y de construcción del pensamiento crítico — no productivista —, termina por desplazarse. Y como consecuencia de este desplazamiento, surgen y se consolidan nuevos espacios más inclusivos fuera de la academia. Uno de los casos más ilustrativos es la aparición de las llamadas “universidades liberadas” o “universidades libres”, como la plataforma Rizoma, de la Facultad Libre en  Rosario (Argentina); o la Université Ouverte en Francia; u otras iniciativas puntuales como las jornadas de L’Université DTR que plantea el colectivo Parti des oiseaux en Bélgica; o simplemente las asociaciones y espacios - físicos y virtuales - como El Matadero en Madrid o Espai en blanc en Barcelona.

 

Según esta dinámica, se crea la paradoja de que la transmisión de conocimiento en la universidad se reduce, casi exclusivamente, a la formación laboral. Pero esta formación, a su vez, se escapa de la propia universidad y genera, por una parte, que la educación instrumentalizada recaiga sobre la empresa privada y, por otra parte, que la búsqueda del pensamiento crítico y compartido, del conocimiento como idea de emancipación, se transfiera a nuevos espacios y colectivos alternativos.

 

Hace un  par de semanas leí el último ensayo de Marina Garcés: Escola d’aprenents (2020). Un texto pedagógico, crítico y certero, pero áspero para conciliar con un febrero frío de pandemia. Sin pretender una respuesta única, Marina va lanzando preguntas a lo largo del ensayo que ponen patas arriba los conceptos de saber, ignorancia, educación, aprendizaje, escuela, universidad y conocimiento, entre muchos otros. Su lectura, como imagino busca Marina, abría en mí todas estas cavilaciones, así como enormes dudas sobre lo que es saber y no saber en el entorno educativo y fuera de él. A medida que pasaba las páginas, reflexionaba sobre cómo esta instrumentalización del conocimiento genera una doble vara de medir para la legitimación del saber y de la ignorancia. Repensaba y enlazaba, mientras recordaba estas novelas de Delibes, una de las tantas injusticias que este escritor castellano intentó señalar y cuestionar a través de su vida y su obra: el desprestigio del saber rural y su posterior instrumentalización para el beneficio de las metrópolis. Tanto el Nini, el Mochuelo como el Azarías rebosan saber, cultura y conocimiento. Pero es un saber no legitimado, no válido.

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Azarías y su Milana. Captura de pantalla de la película Los santos inocentes.

Y así he ido y venido en mis paseos de este febrero tan terco. Pensando en todos estos derroteros sobre la universidad mientras volvía a los recuerdos del olor a espliego y a lluvia de verano, de los pies descalzos sobre la pinocha seca, del insaciable cielo de agosto, de la sabiduría del Nini… Del inicio de su historia:

 

"Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en concejo. Los tres chopos desmochados de la ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera.

 

La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:

 

-        El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas".

Escrito por

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Diego Ventura Cebrián García

Actualmente vivo y trabajo en Bélgica, donde lo único que me falta es el sol. Me siento feliz alrededor de una guitarra, unas cervecillas y buena compañía. "La libertad, querido Sancho...".

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