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Repensar el progreso: La Resistencia de Ernesto Sabato y el cine de Hayao Miyazaki

1 de marzo del 2020

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Póster con personajes de distintas películas de Hayao Miyazaki

Ernesto Sabato y Hayao Miyazaki

    Ernesto Sabato nació en la ciudad de Rojas, Argentina, en 1911, hijo de inmigrantes italianos. Tras doctorarse en ciencias físicas y matemáticas, trabajó como investigador, primero en el Laboratorio Curie de París y, más tarde, en el MIT de Massachusetts. Pero pronto abandonó este mundo, que no le daba las respuestas que buscaba, y se volcó en el arte, en concreto en la pintura y en la literatura.

En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba. (…) Yo estaba fatalmente desgarrado entre lo que había significado para mí esa vocación, a la que había sacrificado años, y la incierta pero invencible presencia de un nuevo llamado.

Durante sus casi cien años de vida, Sabato publicó una veintena de libros y ensayos (Antes del fin, Hombres y engranajes, La Resistencia, etc.) en los que abordó, entre otros, temas filosóficos, políticos y artísticos. Publicó también tres novelas (El Túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador), que le valieron el Premio Cervantes en 1984.

Hayao Miyazaki nació en 1941 en Tokio, capital de un Japón inmerso de lleno en la Segunda Guerra Mundial. De su infancia, el director recordaría siempre los bombardeos. Su padre, Katsuji Miyazaki, era el presidente de Miyazaki Airplane, una empresa que fabricaba los timones del caza Zero, buque insignia del Servicio Aéreo de la Armada Imperial Japonesa (al que Miyazaki rindió homenaje más tarde en su película El viento se levanta). Desde joven, Hayao se preparó para seguir los pasos de su padre y para tal fin, en 1963, a la edad de veintidós años, se graduó en ciencias políticas y económicas. Pero, tal y como le ocurrió a Sabato, el arte entró en su vida y la cambió para siempre. Desempeñó distintos trabajos como animador y, ya en el año 1985, creó, junto con otros tres directores (entre ellos Isao Takahata, creador de Heidi, la niña de los Alpes, Marco La tumba de las luciérnagas), el estudio de animación Studio Ghibli, ampliamente considerado el mejor del mundo, con el que realizó, además de la famosa El viaje de Chihiro, películas como El castillo ambulante, Mi vecino Totoro y Kiki, la aprendiz de bruja, auténticas joyas de una belleza conmovedora.

Ernesto Sabato y Hayao Miyazaki

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Miyazaki y Sabato jamás se conocieron. Tan lejanas fueron sus vidas (por motivos geográficos, temporales, lingüísticos y artísticos), que no sería tan osado afirmar que nunca siquiera escucharon hablar el uno del otro. Y, aun así, como en la ventana de El túnel de Sabato, que comunica intensa e irremediablemente dos realidades lejanas, encuentra uno un gran puente que los une, y es este el reconocimiento que en su obra otorgan al lado espiritual de la vida y su creencia férrea de que un mundo más humano no solo es posible, sino que es necesario para salvaguardar esa esencia única que nos diferencia de una piedra o de una turbina.

 

La Resistencia de Sabato

        La Resistencia, publicado en el año 2000, es un libro breve compuesto de cinco cartas que Ernesto Sabato, a sus noventa años, manda a sus lectores. En ellas nos quiere mostrar su visión del mundo y de la sociedad y, para ello, ahonda en temas tan varios como la ciudad, la tecnología, la globalización, los valores modernos, la vejez, la naturaleza, la medicina, el campo, la educación, la amistad o el amor. Sabato va y viene en sus divagaciones, como si estuviera dando pinceladas a uno de sus cuadros, pero lo hace con tal maestría que uno se siente llevado de la mano y comprende con facilidad ideas complejas y profundas. Y por detrás, en el fondo de las cinco cartas, se presenta constante un mismo sentimiento: el amor por las personas y por la vida.

Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Este es uno de esos días.

En La Resistencia, Sabato abandona la tristeza existencialista y oscura que empapa sus novelas y habla con voz tranquila y serena, la voz de la vejez y de la calma. También el estilo, sencillo y directo, apunta en esta dirección. Su tono se acerca mucho más al Sabato real, de carne y hueso, que al misterioso Sabato novelista. En 1977, Joaquín Soler Serrano lo invitó a su programa A fondo, en TVE. El resultado fue una preciosa entrevista repleta de emoción en la que el argentino adelantó algunas de las ideas que más tarde expondría en La Resistencia. En ella, dijo:

Schopenhauer tiene una frase muy profunda que cita a Nietzsche. Él dice: hay épocas en que el progreso es reaccionario y lo reaccionario es progresista. Hoy, levantar edificios de treinta pisos en Madrid o en Buenos Aires para que vivan en esos cubículos de cemento armado y de aire acondicionado niños que nunca van a ver el nacimiento de un perro, o la forma en la que una gallina pone un huevo, o el nacimiento o la aparición del sol y de la luna, niños que van a ser futuros drogados, niños alienados y tristes (…). Esto hoy no es progreso, hoy es reaccionario (…). Lo revolucionario es proponer hoy la abolición de los rascacielos.

Pese a tener una sólida formación científica, Sabato se posiciona, implícita pero constantemente, contra el pensamiento positivista, que cree únicamente en aquello que puede ver y medir (en Engranajes y Hombres ya había expuesto explícitamente su pensamiento al respecto). El ser humano, dice, no es “un simple objeto físico, desprovisto de alma”. Por ello, la meta de nuestra sociedad no debe de ser un país con trenes más rápidos y ciudades más grandes. No es eso lo que necesitamos. Esa idea de futuro tecnocrático, que ya es presente y que tanto recuerda al mundo feliz de Huxley, es la muerte definitiva del ser humano como tal. El futuro tiene que mirar hacia el alma mucho más que hacia el cuerpo. Esa es también la resistencia. Pero nuestra sociedad vive días grises en los que el sujeto padece cada vez más de abulia. Hay una inercia que lo adormece y que convierte la vida en un mero trámite, como si nada hubiera sido real, como si nada importara y todo fuera de paso. Tras esta abulia, dice Sabato, hay diversas causas: la soledad de las grandes urbes en que uno está siempre rodeado de gente que no le saluda, las jornadas laborales que roban el tiempo de vida, la pérdida del sentimiento de colectividad y de historias comunes, la negación del mal y del sufrimiento como parte imprescindible de la vida, la falta de fe en algo más grande que uno mismo, el individualismo exacerbado que antepone el yo al resto, las pantallas que nos consumen y robotizan:

Uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y aunque no encuentre nada de lo que busca lo mismo se queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo bueno. Nos quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro, arreglar algo de la casa mientras se escucha música o se matea. O ir al bar con algún amigo, o conversar con los suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos acostumbramos como “a falta de algo mejor” (…). Lo paradójico es que a través de esa pantalla parecemos estar conectados con el mundo entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad de convivir humanamente.

En el fondo, la resistencia que propone Sabato, ese algo “revolucionario” que nombra en la entrevista, es una reflexión concienzuda y crítica sobre aquello que llamamos progreso, al que el argentino achaca “este derrumbe que los comunistas imaginan un mero derrumbe del sistema capitalista, sin advertir que es la crisis de toda la civilización basada en la razón y la máquina, civilización de la que ellos mismos y su sistema forman parte”. Al leer La Resistencia, cabe volver a preguntarse, ¿para qué vivo? ¿Para qué soy humano? ¿Cuál es la meta última de la vida? Si aceptamos, como dice Sabato en su libro, que “entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida, se abre una cuña en el alma que separa al hombre de la felicidad como al exiliado de su tierra”, entonces una meta sería el equilibrio entre lo que se quiere vivir y lo que se vive. Desde luego, el progreso no nos encauza en esta dirección. Más bien nos aleja, ya que el progreso, a partir de cierto momento, se convirtió de algún modo en una máquina que ingenia soluciones para resolver problemas que antes no existían.

El cine de Miyazaki

        La filmografía de Hayao Miyazaki se compone de doce largometrajes, a los que se suman distintas producciones para televisión y otros trabajos como guionista, codirector o productor. Sus películas, todas ellas de animación y realizadas con Studio Ghibli (Lupin III: el castillo de Cagliostro Nausicaä del Valle del Viento se consideran como pertenecientes al estudio), se desarrollan casi siempre en un mundo que bien podría ser el nuestro, pero que no es el mismo, y todas ellas están impregnadas de mensajes antibelicistas y ecologistas. Y de magia.

La magia que eleva el cine de Miyazaki a la categoría de verdadero arte es la que el espectador no asume como tal. Porque cuando vemos a Howl (El castillo ambulante) dar un salto desde un tejado y sobrevolar a ritmo de vals la ciudad con pasos tranquilos, algo en nuestra cabeza nos dice “estoy viendo una película de fantasía”, y firmamos un contrato tácito. Le decimos al artista: te creo, continúa tu historia, yo estoy también imaginando contigo. Lo mismo ocurre cuando Totoro (Mi vecino Totoro), un gato de tres metros que no hace más que sonreír, entra en escena; o cuando Kiki (Kiki, la aprendiz de bruja) se monta en su escoba y echa a volar. Todo es como un juego. Pero, tras esta cortina de magia explícita, Miyazaki introduce una segunda capa mucho más discreta y sutil. Esta segunda capa de magia va más allá de la fotografía, de la narración y de la música. La componen aquellos elementos que no se muestran directamente en pantalla y que el espectador deduce poco a poco. Estos detalles no causan sorpresa o admiración, pero son los que, una semana o un año después de haber visto la película, dejan impresa en la mente una huella mágica, como la ola que se retira de la orilla y que deja grabada en ella su silueta.

Esta segunda capa la componen decenas de elementos, entre los que encontramos ejemplos como: el valor y la madurez que otorga a la imaginación de los niños y la seriedad y respeto con que trata a los personajes infantiles; el planteamiento positivo de “lo desconocido”, que los personajes asumen con confianza y expectación y no con miedo; las cualidades y los valores morales que otorga a la infancia y a la vejez; la centralidad de las figuras femeninas (en especial el rol que desempeñan las mujeres ancianas, que raramente son centrales en la gran pantalla) y la relación entre mujer y poder; la articulación del bien y del mal como fuerzas complementarias, intercambiables y con lógicas propias; la posibilidad de que un personaje encarne varios roles en una misma película, especialmente en lo que se refiere a la figura del villano, que deja de ser el personaje monolítico y plano de los universos Marvel/Disney/etc., y que es capaz de argumentar sus razones y de desdoblarse; la atribución de nuevos valores a ciertas acciones o sentimientos, de modo que un gesto de amabilidad o de compasión puede presentarse como heroico; la posibilidad de supervivencia individual únicamente gracias y a través de la comunidad.

Fotograma de Nausicaä del Valle del Viento, que más tarde inspiraría a las hermanas Wachowski para realizar las últimas escenas de Matrix: Revolutions

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En el cine de Miyazaki, el progreso se presenta a menudo a través la aviación, gran representante del avance tecnológico. La aviación presenta siempre una doble faceta: por un lado, es fuente de ilusión y libertad, sensaciones que liga a menudo a la infancia de los personajes, pero por el otro, es el vector por el que se propaga la destrucción. En El castillo ambulante, Miyazaki muestra la destrucción de la guerra y lo íntimamente ligada que está con los avances técnicos en la aeronáutica: el mal viene del cielo. Lo mismo ocurre en Nausicaä del Valle del Viento, en la que la aviación representa la libertad absoluta (encarnada en el personaje de Nausicaä) y, a la vez, la destrucción total (que traen los aviones del reino de Tormekia). En Nausicaä, el progreso técnico absoluto viene representado por la figura del Dios Guerrero, que podríamos asimilar al arma nuclear, y que es presentada por el reino Tormekia como la solución a todos los problemas de la raza humana. Encontramos esta misma dicotomía, aunque de modo más suave, en Kiki, la aprendiz de bruja, en la que una escoba voladora está cargada de ilusión y de posibilidades y, en cambio, el dirigible gigantesco que enarbola la bandera del progreso termina estrellándose en medio de la ciudad y causando el caos.

A parte de la aviación, otros elementos muestran la entrada nociva del progreso en la realidad de los personajes. Entre ellos, encontramos la figura del tren, que a menudo representa el avance hacia la industrialización (El castillo en el cielo, El viento se levanta) o el paso hacia una edad adulta en la que las ilusiones de la infancia desaparecen (El viaje de Chihiro). Lo mismo ocurre con “el factor nuclear”, que Miyazaki presenta bajo metáforas (El castillo de Laputa, en El castillo en el cielo; el Dios Guerrero, en Nausicaä del Valle del Viento, incluso la “poción” de Fujimoto, en Ponyo en el acantilado). En manos de la raza humana, plantea Miyazaki, ese “factor nuclear” únicamente puede ser destructivo. Ninguna empresa, por muy noble o grande que sea, justifica el uso o la posesión de tal arma. No obstante, a través de personajes como Nausicaä o Sheeta, Miyazaki muestra su optimismo respecto a un mundo desnuclearizado. Estos dos personajes se caracterizan por la empatía que tienen con todos los seres vivos (Nausicaä) y por el tedio que les produce la violencia (Sheeta). Con estas “armas”, las dos se niegan a aceptar las fuerzas destructivas que otros personajes o reinos patrocinan como “la salvación” o “la redención”. Ese es su poder: su rechazo innato a la idea de que se puede destruir por la paz.

Pero, más allá de elementos precisos, lo que más destaca en el cine de Miyazaki es el modo en que muestra el nexo entre la naturaleza y la civilización moderna y, en especial, la relación que los personajes tienen con su entorno. La naturalidad con que Sosuke vive el mar (Ponyo en el acantilado), la íntima relación que Nausicaä y la princesa Mononoke tienen con el bosque, el monstruo pestilente que se mete en las aguas termales en El viaje de Chihiro y que, al final, resulta no ser más que un río contaminado, el personaje de Totoro… Todos apuntan en una misma dirección: los seres humanos estamos íntimamente ligados con nuestro ecosistema. No podemos olvidar que formamos una única comunión y que objetos tan simples y cotidianos como una batería o una pantalla esconden una realidad tremendamente compleja. El desarrollo tecnológico no es unidireccional: no es avance en línea y hacia delante, sino expansión invasiva hacia todos lados. 

Alter, no anti

        No obstante, no hay que calificar ni a Miyazaki ni a Sabato como anti-progreso. Sus posiciones no derivan en absoluto del rechazo o del miedo hacia el progreso, sino de la imperante falta de reflexión sobre las consecuencias que este tiene en el ser humano, tanto a nivel individual como de sociedad. De hecho, Miyazaki siempre ha mostrado una admiración absoluta por el mundo de la aviación. Pero admiración no significa incondicionalidad. Por su parte, Sabato dejó claro en su obra que no es la matemática, en tanto que base teórica del progreso tecnológico, la que le desquiciaba, sino el fanatismo al que dio lugar y que engendró la filosofía mecanicista que durante cuatro siglos ha dominado la sociedad occidental, cuyo ejemplo más visual, quizás, sea el intento de Descartes de situar el alma humana en un punto físico del cuerpo, la glándula pineal.

La técnica trajo irremediablemente ligada a ella la producción, y para justificar las inevitables consecuencias sociales que estas dos acarrearían, se dedujeron axiomas tales como “más es mejor”, “mejor es bueno”, “más es bueno”, que calaron en lo más hondo de nuestra concepción del mundo. Hoy en día, palabras como “crecimiento”, “progreso”, “aceleración”, están repletas de connotaciones positivas y, como por reflejo, todo lo que se oponga a ellas queda cubierto al instante con tintes de sospecha. ¿Cómo no desconfiar de aquello que va contra el progreso?

De ahí, también, la importancia, a nivel lingüístico y argumentativo, de no catalogar a Miyazaki o a Sabato de anti-nada. Lo que ellos proponen con su arte no es negar ni destruir, sino repensar muchas de aquellas cosas que consideramos normales, pero que no lo son en absoluto: repensar por qué un avión lanza bombas desde el cielo sobre personas que comen en sus casas. Repensar por qué el ser humano se encierra en urbes cada vez más grandes y se aleja de la naturaleza. Repensar por qué se corta un árbol. No es un avión, ni es una bomba, ni es un viejo, ni es un río, ni es una familia que duerme. Es todo eso y muchísimo más a la vez: una concepción entera del mundo.

Eso es lo que une a Sabato y a Miyazaki. La visión de otra vida paralela y posible y la convicción certera de que, aunque el camino que recorremos como sociedad global nos conduce inevitablemente a la destrucción física y espiritual, todavía se puede rectificar.

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Fotograma de Kiki, la aprendiz de bruja

Referencias y notas

Escrito por

Mister_Raule_va_p%C3%83%C2%A9cho_edited.

Raül Nuevo Gascó

Mediterráneo y valencià. En 2017 vine a Bruselas a estudiar Relaciones internacionales y aquí sigo. Larga vida a Stefan Zweig y a Silvio Rodríguez.

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