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Sobre la seguridad, el amor y las decisiones

24 de julio de 2023

     Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es solo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada. Solo entonces sabrás que un camino es nada más un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de seguir en el camino o de dejarlo debe estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. Es una pregunta que solo se hace un hombre muy viejo. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven, y mi sangre era demasiado vigorosa para que yo la entendiera. Ahora sí la entiendo. Te diré cuál es: ¿tiene corazón este camino? Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Son caminos que van por el matorral. Puedo decir que en mi propia vida he recorrido caminos largos, largos, pero no estoy en ninguna parte. Ahora tiene sentido la pregunta de mi benefactor, ¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro te debilita.

Las enseñanzas de Don Juan, Carlos Castaneda.

 

      Es importante reafirmar nuestro compromiso con el aprendizaje y recordarnos a nosotros mismos que realmente queremos tomar decisiones "arriesgadas". Paradójicamente, asumir riesgos aumenta nuestra seguridad y comodidad. El peligro repentino acecha en todas partes: perder el trabajo, ser atropellado por un coche, contraer una enfermedad mortal. Una actitud protectora y acobardada no reduce el peligro. Solo sirve para hacernos esclavos del miedo y víctimas de una ansiedad constante.

 

Guerreros de la roca, Arno Ingler

 

      ¿Recorremos la vida guiados por el corazón o tomamos las decisiones de calado de acuerdo a nuestros miedos y preocupaciones? ¿Amamos por amor genuino o es nuestro amor en realidad una silenciosa y desesperada búsqueda de seguridad?

      Estas y otras preguntas de igual importancia encuentran respuestas en los libros de los que se nutre este texto: El profeta (1923), de Khalil Gibran; Las enseñanzas de Don Juan (1968), de Carlos Castaneda; Guerreros de la roca (2003), de Arno Ingler y, muy especialmente, El arte de amar (1956), de Erich Fromm, que inspiró la redacción del artículo. Si el lector de estas líneas se siente o se ha sentido solo pese a estar acompañado, inseguro pese a que nada amenaza su existencia y vacío sin conseguir hallar un porqué, las obras arriba mencionadas abrirán sin duda puertas que le mostrarán nuevos y valiosos senderos.

En busca de una seguridad positiva

      La vida es crisis. La pregunta que surge frente a este hecho es: ¿qué hacemos con ello? Para Erich Fromm, la respuesta pasa por seguir los principios de paz, amor y razón y no dejarse llevar por la inercia del consumo –no solo de objetos, sino también de cuerpos, de sentimientos y vivencias– y del individualismo, que nos arrastran a una vida de confrontación, distracción y separación de nuestros semejantes; una vida que casi todos aceptamos sin parar a preguntarnos por qué.

      Cuando habla de amor y paz, Fromm no defiende en ningún caso una existencia de placer y ocio. Más bien al contrario, pone el foco en la responsabilidad y, antes que nada, en la responsabilidad para con uno mismo. Esto significa, en primer término, no mentirse. ¿Pero cómo sabemos si estamos siendo sinceros con nosotros mismos? Para que el mundo interno aflore, necesitamos encontrarnos en armonía y equilibrio, y el primer paso para llegar a tal condición es alejarse del ruido y la distracción y dedicar largo tiempo a cultivar la soledad –una soledad escogida, no una impuesta–, sin más compañía que el sonido de nuestra propia respiración. Tras un desierto de paciencia prestando oídos al corazón, este siempre termina por hablar, y cuando se expresa lo hace con claridad meridiana. Entonces es cuando uno puede ser responsable consigo mismo y mirar sin miedo el camino que se le indica. Sin embargo, esta mirada hacia adentro, por simple que parezca, resulta a menudo aterradora, ya que escuchar y seguir al corazón implica en muchos casos apartarse de la carretera fácil y cómoda de la inercia e inmiscuirse en la noche de los senderos escarpados y oscuros.

      Desde niños, hemos aprendido que las carreteras conocidas conducen a la seguridad y el bienestar y que los senderos escarpados nos llevan a la inseguridad y al sufrimiento. Esta visión de la vida ha crecido durante años dentro de nosotros y, llegado el momento de tomar decisiones importantes, se materializa con un poder devastador, tan terrible que de un plumazo es capaz de convertir sueños y vocaciones en delirios de infancia y hacer que el alma libre corra buscando cadenas. La falacia de la seguridad es, sin duda alguna, una de las más grandes de nuestra sociedad y también una de las más peligrosas y corrosivas, ya que afecta directamente a nuestra toma de decisiones vitales y, por extensión, a todos los planos de nuestra existencia, comenzando por el amor.

      La seguridad, tal y como la concebimos hoy en día, se define principalmente por dos parámetros: primero, significa ausencia de riesgo; y segundo, significa previsibilidad. Es decir, una situación es segura cuando no hay riesgo o peligro y cuando, además, tenemos garantías de que la ausencia de riesgo se prolongará hasta el fin de dicha situación. Se dice, por ejemplo, que una construcción es segura cuando sabemos que no se caerá ni hoy, ni mañana, ni dentro de diez años.

 

      Sin embargo, cuando esta concepción de la seguridad se aplica a la experiencia vital –es decir, a lo puramente humano, al vivir de cada día, al comunicar, al decidir dónde ir, al comer, al amar, al atreverse, al rechazar, al hablar…–, da como resultado un espejismo, ya que se apoya en una metáfora erróneamente traspuesta. Primero, supone que podemos controlar la vida y garantizar que no habrá riesgos o que estos serán mínimos. Sin embargo, la vida, tanto en la naturaleza como en la sociedad, es en esencia crisis y cambio constante y las fuerzas que la mueven son tan sumamente colosales que cualquier intento de domarlas desde el plano individual está condenado al fracaso, a la frustración o al engaño. En muchos casos, tratamos de prever, planificar y asegurar la mayor cantidad de variables posible para tener sensación de control, pero la realidad es que, tomados individualmente, somos seres muy pequeños en un mundo cada vez más complejo, y nuestra capacidad de control sobre lo que nos rodea es muy limitada. El control nos proporciona únicamente sensación de seguridad, pero a nivel práctico no nos ofrece más garantías de las que proporciona un cinturón en un avión que cae en picado.

 

      Por otra parte, la idea que tenemos de seguridad asume que la estabilidad es un atributo positivo en sí mismo, y eso es cuanto menos discutible. Evidentemente, todos queremos asegurarnos unos mínimos materiales. Todos queremos saber que habrá comida en el plato, que tendremos un sitio donde dormir y que nuestros hijos podrán ser atendidos si enferman. ¿Qué menos? Sin embargo, en el plano interno, tal y como canta Mercedes Sosa, “cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo, cambia el clima con los años, cambia el pastor su rebaño, y así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”. Somos seres cambiantes y, aunque nuestra naturaleza profunda mantenga su esencia a lo largo de la vida, en nuestro quehacer diario nos sumergimos constantemente en nuevos ríos que nos hacen crecer, aprender y mutar. Por este motivo, una búsqueda de estabilidad demasiado ceñida al pecho o una voluntad que se obstine en mantener un determinado statu quo a cualquier precio se dará inevitablemente de bruces con las fuerzas del devenir. El exceso de estabilidad actuará como un arnés de piedras que mandará al buzo al fondo del mar, y no como las aletas que le permitirán avanzar en la inmensidad del océano. En palabras de Arno Ingler, autor de la guía de entrenamiento mental para escaladores Guerreros de la roca, “la seguridad debe ser nuestro campamento base, no el campo en el que desarrollamos la aventura de nuestras vidas”. Claro está que el panorama es mucho menos aterrador cuando el campamento base lo componen unos padres que te quieren y apoyan, unas amistades fuertes y sinceras que te acompañan y una situación económica favorable –sea por trabajo, herencia, u otros motivos– que te permite desarrollarte como individuo y te libera del yugo de la precariedad y la pobreza. Pero no podemos olvidar que las condiciones no definen a la persona, sino que son el entorno en el que esta se mueve; ni podemos olvidar tampoco que la abundancia puede en muchos casos ser tan peligrosa para el espíritu como la escasez; ni podemos, por último, dejar de recordarnos que nosotros, como individuos y como grupos, somos siempre portadores de todo el potencial humano, independientemente de las condiciones materiales de nuestra existencia.

 

      A nivel práctico, la seguridad verdadera y genuina surge cuando uno consigue sentirse relajado y con confianza en ambientes de crisis. Es decir, cuando uno se encuentra relajado y con confianza en la vida. Este estado maduro de relajación no es en ningún caso equiparable a la tranquilidad irresponsable derivada de la inconsciencia o de la ceguera, como observamos en los niños y en las personas que, pese a cumplir años, continúan viviendo por y para sí mismas sin cuestionarse ni asumir las consecuencias de sus actos sobre sí mismas y sobre cuanto las rodea. Al contrario, el estado de relajación maduro es fruto de un laborioso y disciplinado trabajo basado en la observación concienzuda y distante de la realidad. Esto significa observarla sin proyectar en ella nuestros deseos o miedos o, dicho de otro modo, salir de uno mismo para poder observar la vida tal y como es, y no como uno querría que fuera. Esta afirmación no es una llamada a la inacción o al relativismo, sino que se basa en la anulación del deseo y de la sobredimensión del yo. Cuando deseamos, estamos proyectándonos en realidades ficticias y esperamos que la vida evolucione en la dirección deseada. Su la realidad y nuestra proyección se alinean, estamos contentos; mientras que cuando la realidad toma direcciones distintas a las que habíamos proyectado nos sentimos frustrados y consideramos que la situación es mala e indeseable. Sin embargo, no hay situaciones buenas o malas: hay situaciones reales y situaciones ficticias. La relajación madura acepta las situaciones como tales sin aplicar juicios de valor y actúa firmemente y con decisión en función de lo que hay y no de lo que querría que hubiese. Cuando esto ocurre, el presente se expande en todas direcciones. Como consecuencia, el pasado y el futuro se diluyen, los miedos y fantasmas derivados de estos desaparecen y la afirmación de que “seguridad implica amarrar un futuro sin riesgo” cae por su propio peso.

 

      Las metáforas que surgen en torno a estos dos polos –el estado de control y vigilancia y el estado de relajación y confianza– son múltiples y están presentes en todas las facetas de la vida. Una mano tensa no puede acariciar, no puede sentir ni hacer sentir, mientras que la mano relajada genera y recibe confianza. Del mismo modo, una voz dominante o controladora podrá dar órdenes, pero no comunicar en el sentido profundo de la palabra, ni educar a un hijo, ni mucho menos transmitir amor. Un músico que no consiga relajarse y dejarse llevar por la melodía difícilmente podrá interpretar una obra que emocione a sus oyentes, por más que sepa tocarla sin fallos técnicos. En el plano sexual, sin relajación interna no es posible hacer el amor. Sí que es posible, sin embargo, tener sexo. Y, no obstante, todos somos conscientes de la abismal diferencia que hay entre ambos actos, pese a que mecánicamente sean casi idénticos. Incluso en el deporte, actividad de movimiento, son esenciales la calma y el sosiego, ya sea para lanzar tiros libres en baloncesto, para ejecutar un movimiento arriesgado en la escalada o para servir en el punto de partido de un quinto set. Evidentemente, tirar un penalti en la final de la copa del mundo, igual que todas las actividades arriba mencionadas, requiere cierto grado de tensión. Sin embargo, no es esta una tensión rígida fruto del control, sino el estado de presencia y concentración que surge cuando la atención del individuo está impecable y exclusivamente dirigida hacia la actividad que está realizando en ese preciso momento. La primera es un cepo, mientras que la segunda es la cuerda que permite a la flecha encontrar la diana.

 

      Si trasladamos todo esto a la experiencia vital, ¿qué podemos esperar de una vida que se basa en el control y de otra que se basa en la confianza y la relajación? Paradójicamente, cuanto más queremos controlar la vida, más sensación de peligro y miedo tenemos. A la inversa, cuanto más soltamos y nos adentramos en los supuestos caminos de la inseguridad –cada cual en los suyos–, más los comprendemos y más seguros y tranquilos nos sentimos.

 

Decidir, ¿desde dónde?

 

      Hay momentos en que la vida, por distintos motivos, requiere de nosotros dar un paso al frente y decidir qué caminos queremos escoger: cómo queremos vivir, qué estamos dispuestos a sacrificar y qué no, al lado de quién queremos caminar, y un largo etcétera. La palabra decidir cobra aquí todo su sentido. Decidir proviene del latín decidere, que significa “cortar, separar, dejar de lado”. Dicho de otro modo, decidir implica no solamente escoger un camino, sino también renunciar a otros, que ya no nos acompañarán o que nuestros pies nunca recorrerán. Un individuo que afirme haber decidido pero que no se atreva a soltar no habrá realmente tomado ninguna decisión y quedará irremediablemente atrapado en el purgatorio de la incerteza hasta que se aclare, se arme de valor y se disponga a asumir las consecuencias –todas ellas– de su decisión.

      La cuestión central, sin embargo, no reside en la propia toma de decisiones, ni tampoco en su ejecución. Al contrario, la pausa y la duda son siempre necesarias, y bajo ninguna condición sería aconsejable tomar con prisas decisiones de hondo calado. Lo verdaderamente esencial, más allá de la decisión en sí, es ser conscientes de la posición interna desde la que decidimos o, dicho de otro modo, saber en función de qué decidimos.

      En muchas ocasiones, escogemos los caminos que creemos más seguros o aquellos que, a nuestro parecer, más nos beneficiarán. Este modo de toma de decisiones es un proceso en el que, tras contrastar pros y contras, escogemos el camino que creemos que más nos conviene. Sin embargo, esta manera de actuar está basada en proyecciones a menudo infundadas y que, por añadidura, no ofrecen más garantías que el cinturón de avión. Además, estas decisiones se basan únicamente en la parte consciente de nuestro ser y omiten el vasto cuerpo del iceberg sumergido bajo el agua. Otra brújula que a menudo guía nuestras elecciones es el miedo, acompañado por las máscaras de la vergüenza, la resignación, la soberbia o la envidia. Por temor a vernos en circunstancias que queremos evitar –como, por ejemplo, decepcionar a los padres, alejarnos de personas queridas, agitar partes no resueltas de nuestro pasado, salirnos del “rebaño”, etc.– dejamos que el miedo y sus máscaras dirijan nuestro barco y marquen la dirección, con lo que terminamos tomando decisiones fundamentales para nosotros desde un plano negativo. Es decir, las tomamos queriendo evitar situaciones desagradables o de confrontación, y no desde una perspectiva productiva que busque construir realidades fructíferas.

      Esto ocurre a menudo en la decisión de buscar pareja o de querer estar con alguien. En nuestra sociedad, la soltería, en especial a partir de cierta edad, es algo generalmente indeseable y que tendemos a evitar. Por ello, buscamos personas con las que crear un futuro conjunto y basamos nuestra unión en el compromiso. Sin embargo, hay una diferencia muy significativa entre escoger amar a alguien, por complicado que sea, y escoger no estar solo. Mientras que la primera decisión surge en positivo, guiada por una fuerza creadora, la segunda viene motivada por el miedo a la incerteza o por la necesidad de asegurarse una estabilidad futura. Esta segunda senda es muy común, y no por ello menos problemática. Almustafá, personaje principal de El profeta, dice:

      Cuando el amor os llame, seguidlo, aunque su camino sea duro y difícil. Y cuando sus alas os envuelvan, entregaos, aunque la espada entre ellas escondida os hiera. Y cuando os hable, creed en él, aunque su voz destroce vuestros sueños como el viento del norte devasta los jardines (…) Sin embargo, si en vuestro miedo buscáis solamente la paz y el placer del amor, entonces es mejor que cubráis vuestra desnudez y os alejéis de sus umbrales hacia un mundo de primaveras donde reiréis, pero no con toda vuestra risa, y lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.

      Esto no significa que en el segundo caso no exista o pueda surgir amor genuino, pero siempre será más complicado construir una casa sólida sobre cimientos de barro. Por otra parte, una decisión tomada desde la sombra del miedo no es realmente una decisión, ya que solo un individuo libre es realmente capaz de decidir, y un ser cuyo espíritu avanza guiado por sus temores o carencias no puede ser libre.

      Entonces ¿desde dónde decidimos? Para Fromm, desde la responsabilidad y la sinceridad absolutas, con nosotros y con los demás. Desde la observación, la serenidad, la confianza y la razón. Y, por encima de todo, desde el amor. Decidimos desde los valores en los que de verdad creemos, aquellos por los que sabemos con absoluta certeza que vale la pena apostarlo todo, por más que encontremos nubes de tormenta y dolor, por más que tengamos que ceder y renunciar, por más que las nuevas sendas requieran cambios profundos en nosotros. Esa es también una de las enseñanzas de la Odisea. Esos caminos serán, en último término, los únicos que nos harán libres y los únicos que nos permitirán amar en el sentido más amplio de la palabra. En palabras de Erich Fromm:

      Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como condiciones primarias de la vida no puede tener fe; quien se encierra en un sistema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental importancia y de dar el salto y apostar todo a esos valores (El arte de amar).

      A fin de cuentas, se trata de buscar en nuestro interior y de asumir con integridad lo que encontremos, sea lo que sea. Como dijo Polonio a Laertes en Hamlet, “sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie”.

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      Las obras aquí citadas, como las de tantos otros autores, abren puertas. Pero la tinta de un libro también es únicamente eso: tinta, palabra, pensamiento. Es un impulso de gas inflamable que busca combustionar. Sin embargo, a menos que el gas encuentre una chispa que lo active, este se diluirá en el aire y pronto no quedará rastro de él, ni recuerdo de su olor. De nosotros depende activar la chispa y atrevernos.

Escrito por

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Raül Nuevo Gascó

Vaig nàixer i crèixer a Montcada, València. En 2017 vaig vindre a Bèlgica per a estudiar relacions internacionals i ací continue per motius laborals. M’agrada llegir prosa, des de les novel·les franceses i russes dels segles XVIII-XIX i la literatura del Segle d’Or espanyol fins al realisme llatinoamericà i les avantguardes. Sempre que puc, tracte de llegir Stefan Zweig i Vicent Andrés Estellés.

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