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Lecturas

Sobre las montañas moradas

10 de enero del 2022

Los pies descalzos, callosos y sucios, sobre la piedra roja. Un calor desconocido por el último mes del año. Vistas a un inabarcable paisaje ondeado por pinos, madroños, romero, algarrobos y esparragueras. Apostillado en una de las rocas más altas de la montaña, avistando el golfo a mi izquierda, la sierra a mi derecha. Al fondo, muy al fondo, la silueta del Montgó rayada por el vuelo de unos vencejos que este año han decidido no pasar el invierno en el sur. Mala señal. El sol sangra un cielo que se aboca al morado. Hay paisajes que no te dejan estar triste.

Me enciendo un cigarro. En la primera calada nunca me trago el humo. Dejes de la adolescencia. Decían que si te tragabas el humo al encenderlo te morías de cáncer por el gas del mechero. Nunca se hablaba de la segunda calada. Me lo enciendo y me pongo a pensar en esos años, en las motillos, en el hachís de mierda que fumábamos en los parques, en cómo nos descojonábamos, en las grandes amistades, en las que preservo. Pero enseguida dejo de pensar en eso. Escucho a unos chavales que caminan cerca de mi roca. Uno le dice al otro entre bromas: “eres un melancólico de mierda”. Me aplico el cuento.

 

He venido aquí a pensar y a deleitarme, me digo, no a recordar. ¿A pensar en qué? En que algo no va bien, supongo. Pero, ¿el qué? Joder, nadie nos advirtió de que la vida iba en serio. O bueno, Aute sí, pero a Aute lo escucho ahora. Antes escuchaba a La Húngara. Sigo divagando. ¿Qué ocurre? Creo que lo sé, pero el paisaje no me deja entrar ahí. Las siluetas de las montañas van tornándose moradas, rojo el cielo y naranjas las nubes. Mierda, estos colores no hacen justicia al paisaje. Me falta vocabulario cromático, supongo. Los vencejos no dejan de dibujar ochos en este cielo en deceso. “Altivos y altaneros” estos vencejos, pienso. ¿En serio? ¿Autorreferencia? Y empiezo a reírme solo. Como el Nini.

Desde los quince años o así me escapo a esta roca para fumar y estar solo. Antes, supongo, vendría para purgar algún amor adolescente no correspondido, alguna bronca casera, cotidiana, alguna desilusión más por esos referentes que nunca lo fueron. Pero me duraban poco esos derroteros. Siempre se me ha dado muy mal pensar. Al final acababa empanado con las vistas y olvidándome del resto. Hay paisajes que no te dejan estar triste.

Me ha tocado aparcar muy lejos la furgoneta. El final de la carretera, que te deja a escasos metros de la cima de la montaña, estaba lleno de coches en hilera. La pandemia, me contaba un abuelo que salía de su Jeep rojo con matrícula de Castellón, ha echado a perder el Garbí. “Antes te tocaba lidiar con algunos domingueros los fines de semana. Bueno… Pero ahora está lleno de imbéciles con móviles y altavoces a toda hora. Yo he venido aquí a ver si vuelvo a ver una manada de jabalines que vi el otro día. El macho es grande como un becerro. A ver si con suerte engancha a algún moherno de esos y me dejan tranquilo. ¿Tú de dónde eres, chico? … Ah, bien, bien. Pues ala, a disfrutar lo que te dejen los pasmaos esos”. Adiós, adiós.

Recostado en mi roca, -yo le llamo el balconcillo- repienso la frase de un libro que he estado leyendo estos días: “L’estabilitat familiar és un niu de trampes, però al final és l’unica cosa que compta. Fora tot és intempèrie”. Fuera todo es intemperie. Intemperie. Es Navidad, supongo que es natural pensar en estas cosas. Aceptación, resignación, qué más da. Otra frase del libro decía: “Somriu, idiota, que és Nadal”. Me aplico el cuento. Vuelvo a reírme. Tampoco puedo dedicarle mucho a estos pensamientos. Enseguida, silenciosa y calculadora, cruza una culebrilla cerca de mí y comienza a trepar, ingrávida, por la roca lisa, que poco a poco va disipando el calor del día. Me pierdo en su serpenteo.

La distorsió és la verdadera naturalesa de la memoria”. Otra cita de este jodido libro. Me encantan los libros que te ponen en tu sitio, que te bajan del falso pedestal de joven leído, y que además lo hacen desde lo cotidiano, fuera del sermoneo moralista de los Premio Planeta. En esta línea, Silvio Rodríguez cantaba: “Hoy recuerdo mariposas que ayer solo fueron humo”. Es una canción preciosa, y esa metáfora la defendí a capa y espada durante años, pero ya no la comparto. Eran mariposas, joder. No se puede disociar el recuerdo del hecho. Me encantaría discutir con el Silvio esa frase entre cervezas, y que me callara la boca con dos argumentos. Esa y tantas otras… En definitiva, que me gusta más cómo lo enfoca el libro, porque acepta que la memoria es distorsión, por eso es memoria. No disocia.

Un buen amigo me enseñó que si estiras tu brazo al máximo y centras los dedos de tu mano juntos entre el sol y el horizonte puedes saber cuántos minutos quedan antes de que desaparezca el astro tras la montaña. “Ogni dedo son qüinse minutos, tío”, decía. Cómo me gustan este tipo de teorías sin aparente lógica, porque, la verdad, mi colega no mide más de metro sesenta y tiene unos dedos que parecen morcillas de arroz. Los míos, sin embargo, parecen ramitas de seto. Y aun así, nunca falla. Queda un dedo hasta el ocaso. Me da tiempo a otro cigarro.

El cielo, ahora sí que sí, ya es casi morado. Solo a mis espaldas, a la altura de las petroquímicas de Puçol, continúan los rojos anaranjados. Frente a mí, las montañas moradas pasan a ser siluetas y toda la ciudad de Valencia se sumerge en un mar de niebla. Un verdadero espectáculo. Curiosamente este libro que tengo todo el rato en mente utiliza constantemente la metáfora de que el mar llega al centro de Valencia: La platja del Mercat. Tiene sentido. Me pongo a pensar, ahora sí, en mi relación con Valencia, con su lengua, sus lenguas, mi identidad con ambas, su luz, sus sombras, mis anhelos depositados, mis decepciones, mis alegrías, mis huidas, mis retornos, mis reconciliaciones, mis descubrimientos. “Eixes paraules, derrota i fracàs, tenen la culpa de tot”, me vuelve a decir el libro. Ahora parece que consigo conciliar los derroteros con la contemplación del paisaje. Van de la mano, se acompañan en la pérdida paulatina de luz, me dan respuestas, me relajan.

Jo volia escriure la gran novel·la de la ciutat, però no per a pegar-li la volta, sinó per a assentar-me en el seu cim i fumar-me un cigarret de xocolate la resta de la meua vida”. No sé si Rafa Lahuerta se estará fumando ese canuto ahora. Para mí, al menos, con su libro Noruega lo ha conseguido, y me encantaría fumármelo con él sobre esta cima para decirle lo mucho que me ha movido por dentro su historia, sus historias. La del narrador, la del escritor, la del que lo firma.

Tengo el libro a mi lado. Me fijo en cuál es la última frase subrayada: “Va ser un salt en la meua relació amb la ciutat”. Es normal, pienso. Ya estaba escrito en la dedicatoria por quien me lo regaló, que me conoce muy bien: “perquè quan tornes, la ciutat siga més propera, més casa, més llar”. Lo que no sabía el de la dedicatoria, ni yo, es que al final ni literatura ni mierdas, estaba escrito a mitad del libro, era todo más sencillo, más meridiano: “Això i el seu somriure”.

Escrito por

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Diego Ventura Cebrián García

Actualmente vivo y trabajo en Bélgica, donde lo único que me falta es el sol. Me siento feliz alrededor de una guitarra, unas cervecillas y buena compañía. "La libertad, querido Sancho...".

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