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Ni pacifista, ni barbudo: Tolstoi también fue joven

27 de diciembre del 2019

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Lev Tolstoi en 1848, a la edad de 20 años

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Lev Tolstoi jugando al ajedrez contra Vladimir Chertkov en 1907

A menudo ocurre que concebimos la historia en fascículos, en bloques separados los unos de los otros. Ciertas fechas, como 1492 o 1789, marcan el principio y el fin de estos bloques y nos permiten ubicarnos con facilidad, pero también nos conducen a generalizaciones erróneas. Escuchamos afirmaciones como “en la Edad Media se quemaba a los herejes en la hoguera”, “la Revolución Francesa abolió la monarquía” o “en la Antigua Grecia se inventó la democracia”. Sin embargo, en cuanto hurgamos un poco, observamos que la Edad Media hace referencia a un período de mil años, que esa democracia griega es en realidad la democracia ateniense, que tras la Revolución Francesa hubo una restauración monárquica, etc.

En pocas palabras, una de las consecuencias de las simplificaciones es que tomamos la parte por el todo. Fotografiamos un momento exacto y un lugar preciso y aplicamos aquello que vemos a una época y a un espacio mucho más amplios. Con las celebridades ocurre lo mismo. Se toma un momento de su vida, a menudo el más espectacular y álgido, y se designa con ello su existencia entera.

Pero la historia y las vidas no son fotografías, sino una sucesión continua de acontecimientos, de pensamientos. Son cambio y conservación a la vez. La historia y las vidas tienen que ser vistas como un todo, como un gran círculo, y no como una serie de hechos separados e independientes. Sin ser por ello falsas, las verdades incompletas olvidan a menudo partes extremadamente importantes de la realidad. 

El objetivo de este artículo es mostrar que Tolstoi no siempre fue un viejo que escribía Guerra y Paz, ni Resurrección, ni fue siempre un vegetariano que propugnaba ideas pacifistas. Como en la de cualquier persona, encontramos en su vida contradicciones, encontramos transformaciones y procesos de cambio. Como cualquier persona, Tolstoi también fue joven.

La muerte, la tumba

Es el año 1910 y nos encontramos en la estación de tren de Astápovo, unos cuatrocientos kilómetros al sur de Moscú. El conde Lev Tolstoi acaba de morir en la caseta de guardia de la estación. La imagen que con él queda la define bien su tumba. Beatus ille, bienaventurado sea el que se aleja del ruido y se adentra en la paz de la vida sencilla.

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Tumba de Lev Tolstoi en Yasnaia Poliana

Tolstoi ha alcanzado una fama descomunal. Tanto lo veneran las gentes y tanto se le exige y se espera de él, que su vida y sus actos ya casi no le pertenecen. Solo quiere retirarse, vivir como un hombre más, de manera sencilla y alejado de la parafernalia aristocrática que tantos años lo ha acompañado. ¡Pero qué lejos queda ese anhelo! A izquierda y derecha lo atan compromisos. Los amigos lo solicitan, la correspondencia se acumula, como también se acumulan los viajeros que, desde toda Rusia, vienen a pedir consejo al maestro. En casa, las responsabilidades lo ahogan. Sofía, su mujer, lo amenaza con suicidarse si se marcha; la Iglesia lo atosiga…. Como dos caballos que empujan hacia direcciones opuestas, así se alejan su realidad y sus deseos, incompatibles la una con los otros. Justo ahora, cuando la necesidad de desaparecer y estar en paz es más profunda que nunca, es también cuando más le pesa la vida.

Por lo que de épico tienen y por el áurea casi religiosa que los envuelve, los últimos días del escritor han quedado grabados en la memoria de muchos. Diez días antes de su muerte, a la edad de 82 años, Lev Tolstoi abandona por última vez su finca de Yasnaia Poliana. El conde da finalmente el paso decisivo y deja atrás su vida de aristócrata. Cede todas sus tierras y sus posesiones a los campesinos, abandona su hogar y a sus seres queridos y se marcha con su hija Alexandra, con la que mejor relación guarda de los trece que tiene. El día de su huida, escribe a su mujer:

Mi partida te causará tristeza. Lo siento, pero comprende y créeme, no puedo actuar de otro modo. Para mí, la situación en casa se está volviendo, se ha vuelto insoportable. […] no puedo seguir viviendo en las condiciones de lujo en las que he vivido, y hago lo que los viejos de mi edad normalmente hacen: retirarse de la vida mundana para vivir en soledad y tranquilos sus últimos días.

Mucho de lo que hizo es cuestionable, si no en el fondo, pues siempre puede haber razones para todo, sí en la forma. Pero eso no nos atañe ahora. Lo que es innegable es que son muy pocos los que, habiéndolos o no merecido, renuncian sin más a sus privilegios en favor de los demás. El viejo Tolstoi fue uno de ellos, y por ello le rendimos aquí homenaje.

No obstante, como hemos dicho en la introducción, las vidas no son fotografías. Quien hoy tiene poder pudo antes no tenerlo; quien ahora es amado por muchos, quizás muera un día solo; y así se suceden las cosas. Por eso, también, el porqué de este artículo: sin quitar mérito a Tolstoi, pondremos a continuación el foco sobre una parte de su vida quizás menos conocida y sin duda mucho menos ejemplar que su vejez. No queremos con ello desmitificar al personaje, sino tratar de ampliar la idea que en general se tiene de él y, con ello, completar a Tolstoi.

Tolstoi, el joven

Quizás los santos existen, quizás no. En cualquier caso, Tolstoi no fue uno de ellos. Al menos, no de joven. En 1887 se publicaba su breve libro autobiográfico Confesión. En él, el autor, a sus cincuenta y nueve años, recuerda su juventud con estas palabras:

No puedo recordar aquellos años sin sentir angustia, horror y asco. Mataba hombres en la guerra, me batía en duelo para matar; jugaba a las cartas, devoraba el fruto del trabajo de los campesinos, les infligía castigos corporales, fornicaba, engañaba. Mentiras, caza, adulterio, borracheras, violencia, asesinatos. No hubo crimen que no cometiera, y por todos ellos recibía felicitaciones. Los colegas de mi edad me consideraban y me consideran un hombre relativamente moral.

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Lev Tolstoi a la edad de 23 años (1851)

Estas líneas no dejan de impresionar por la violencia y sinceridad que desprenden. Más honda aún es la impresión si comparamos a ese joven que fornica y asesina con el viejo que en 1894 publicará El reino de Dios está en vosotros, libro que causará mella en Mahatma Gandhi e influirá en la elaboración de la Satyagraha, la doctrina de la no-violencia activa.

Sus acciones son a menudo reprochables, muchas de ellas incluso despreciables, empezando por la opinión que tiene de las mujeres: “antes me bastaba con saber que un libro lo había escrito una mujer para no leerlo” (esta es solo una de las tantas frases que podrían citarse aquí). El mismo Tolstoi es consciente de estas dos facetas opuestas de su vida. Ya viejo, escribe a su amigo y biógrafo Pavel Biriukov: “[…] he comprendido que sería interesante y quizás útil mostrar a los hombres la bajeza de mi vida hasta mi despertar y, sin falsa modestia, toda la bondad (…) después de mi despertar”. De nuevo, hay mucha sinceridad en sus palabras. Quizás sea este uno de los rasgos que mantendrá Tolstoi a lo largo de su vida: sinceridad con los otros y consigo mismo. De joven, afronta constantemente con vergüenza sus actos, que no están a la altura de sus ideales. Pese a no aprobarlos, los reconoce. Y, de mayor, lo mismo. Reconoce sus pecados, sus errores. Con apenas veinte años, reprime y fustiga constantemente su conciencia. Se prohíbe jugar a las cartas, se obliga a levantarse temprano, a no enfurecerse en las conversaciones. Incluso crea una serie de reglas de conducta que debe seguir. Pero juega, bebe, se levanta tarde, discute y pelea. En sus diarios de juventud, leemos:

He violado la primera regla, evitar las borracheras; la segunda, levantarme pronto; la tercera, no pensar en el futuro; la cuarta, no jugar a las cartas; la quinta, mantener el orden; la sexta, no empezar varios trabajos a la vez; la séptima, actuar con decisión.

Las que más lo atormentan son, sin duda, la segunda y la cuarta. Observamos en sus diarios innumerables referencias a estas reglas, y no es extraño en absoluto el día que empieza a escribir con un “me he levantado tarde”. Tolstoi sabe lo que debe hacer y lo que no, sabe que cuando bebe y discute se le enturbia el alma, sabe que cuando no escribe se siente mal, inútil; sabe, pero no actúa. Le falta voluntad y le sobra pereza. La pereza, otra culpa constante: “estaría contento de mi día, si no fuera por la pereza”, “me reprocho mi pereza”, “lo que más me importa en la vida es corregir mi pereza (…)”, etc. Es como si su cabeza hubiera madurado antes que su corazón y hubiera en su alma un choque de trenes. Sabe que no debe hacer ciertas cosas, pero su sangre de toro no le da opción: fanfarria, burdeles y remordimiento. Y luego están el juego y las cartas, y con ellas las deudas, pues gana pocas veces.

Sin embargo, hay que ir con cuidado con la sinceridad de Tolstoi. A partir de cierto momento en su vida, sobre los cuarenta años, más o menos, cuando escribe Guerra y Paz, Tolstoi comienza a escribir su diario con cabeza, más reflexivamente. Sabe que muchos lo leerán algún día, lo que lo lleva a concentrar su energía en exponer sus ideas filosóficas antes que en detallar su día a día. En cambio, durante su juventud hace más bien lo contrario. Es una escritura mucho más visceral, más roja, y solo para él. Por eso no debemos sorprendernos cuando, tras leer durante semanas y semanas frases como “no he hecho nada en todo el día” o “soy un vago”, echamos una ojeada a sus publicaciones y encontramos que durante ese mismo período escribió varios artículos, comenzó una novela y terminó otra que tenida ya empezada.

Esta es otra de las grandes constantes en su vida: la escritura. Independientemente de la grandeza o bajeza de sus acciones, Tolstoi fue siempre un escritor incansable. Con apenas veintitrés años, en el apogeo de sus excesos, se dispuso a escribir una autobiografía en tres volúmenes (¡y lo hizo!). Quizás sea esta la virtud que menos supo valorar, ya que, como suele ocurrir, es difícil valorar lo que a uno se le ha dado por naturaleza, sean los rayos del Sol, una madre, o el amor al trabajo. Tolstoi escribió siempre que la salud se lo permitió, constante y tenaz. “No dejar nunca de escribir, sea bueno o malo lo que se escribe. Escribir hace que nos acostumbremos a trabajar y forma el estilo (…) Cuando no se escribe, se deja uno llevar y empieza a cometer idioteces”.

No solo de la autocrítica nació Resurrección, ni de la detallada observación Guerra y Paz. No fue solo la visión penetrante de Tolstoi la que escribió La muerte de Iván Ilich, ni el amplio horizonte de su alma el que entendió Cuánta tierra necesita un hombre. Como el carpintero con la madera y el barquero con la barca y el agua, Tolstoi pasó su vida rodeado de folios y tinta, cultivando siempre el oficio de escritor.

Referencias y notas

Escrito por

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Raül Nuevo Gascó

Mediterráneo y valencià. En 2017 vine a Bruselas a estudiar Relaciones internacionales y aquí sigo. Larga vida a Stefan Zweig y a Silvio Rodríguez.

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